jueves, 23 de abril de 2009

Modos de ser venezolano

O una breve nota sobre el reciclaje conceptual en Venezuela. Estás harto, arrecho, de que la gente estacione su carro en frente de la salida del garaje de tu casa. Has llamado a la policía, has rayado la pintura de alguno, hasta pinchado un caucho en un momento de tensión acumulada. Se te enciende una bombilla o una vela, lo mismo da. Algo se enciende. No es una idea, pero casi lo parece. Robas una señal de tráfico de "Pare" (Stop, para aquellos de la Europa continental). Y la colocas a la entrada de tu casa, apoyada sobre la llanta oxidada de un carro viejo. Hay un montón regadas por ahí. Lo mejor, sin embargo, está por llegar. Agarras o compras o pides prestado o robas, lo mismo da: un spray. Y escribes a mano, con mayúsculas, el lema, plasmas la idea sobre el fondo rojo. "NO PARE". Ya está, ya ha pasado. Has logrado lo que buscabas, le has plantado cara al universo que se conjuraba en tu contra. ¡Coño la madre!, exclamas satisfecho. Y entras dentro en busca de una cerveza o coca-cola o una frescolita o una malta o un jugo o un seven up, pero jamás de agua.

(Sólo me hago una pregunta, yo el fotógrafo invisible: ¿qué ocurrirá en el cruce del que, súbitamente, desapareció una señal que instaba a detenerse y comprobar si era posible cruzar?. Es, lo sé, una pregunta espúrea, inútil. Pero me ronda la cabeza como un mosquito zumbando alrededor de mi cabeza en un día febril y espeso de pensamientos que no acaban de diluirse. Allá, en Santa Elena de Uarién, pero podría ser en cualquier parte de Venezuela)

martes, 21 de abril de 2009

Platillos volantes en el abismo (viaje a la frontera IV)

Platillos volantes en el abismo del Paují. Fin del viaje. El abismo es el valle que se divisa tras el corte abrupto de la meseta donde se ubica el Paují. Es una vasta extensión de selva frondosa y tupida, en el que los verdes se multiplican y no se ve ni un solo claro. Es hermoso, y hasta se podría utilizar el término inconmensurable sin caer en la clásica exageración paisajística. Al fondo, hasta donde alcanza la vista, está la frontera con Brasil. Dicen los del lugar, que es un sitio mágico donde en las noches se ven platillos volantes y seres extraterrestres. No digo que no, pero yo no vi uno. Y mira que me habría encantado. Me dicen que es que la gente de la ciudad está demasiado acostumbrada a mirar hacia abajo, hacia el suelo, y que sólo alzando la cabeza uno puede ver los seres de otros planetas. Yo digo que quizá es mi miopía.

El lugar, continúan, está repleto de energía telúrica debido a la concentración de minerales. Los hippies, claro, bailan y hacen malabares y venden artesanías. Es un lugar hermoso y sosegado y plácido. La brisa sopla calmadamente y los habitantes viven de la apicultura, el cultivo de malva y los turistas colgados (como nosotros) que visitan el pueblo. Apenas 300 habitantes.

Todo el mundo habla de armonía, pero si uno pregunta y conversa más de dos frases, salta a la vista que la armonía a veces se va de vacaciones o pierde el bus y no llega o se ríe de sí misma. Algunos indígenas, cautivados por misioneros adventistas, hablan de echar a los blancos del lugar (los blancos son los hippies). Los hippies tratan de vivir como los indígenas, pero resulta que éstos están encantados con los champús para el pelo y la moda urbana. Entonces, los hippies se enfadan con los indígenas que a su vez se enfadan con los hippies. Porque unos visten como los otros y viceversa, y ya no se sabe quien es quien.

A los indígenas les encanta quemar. Cada poco tiempo, queman pequeñas extensiones de selva para cultivar yuca. Los hippies y los ecologistas se enfadan y dicen que hay que respetar y conservar la naturaleza. Los indígenas dicen que ellos la llevan respetando mucho tiempo, que no les tienen que explicar nada, que queman para cultivar yuca para hacer casabe (el exquisito pan indígena). Y les piden cerveza, y algo de ron. Los hippies tratan de negociar, por su parte, con el alcalde de Santa Elena tierras en las que erigir sus pequeñas casas autosostenibles. Los indígenas dicen que para respetar la tierra realmente que se las dejen a ellos que son los que siempre han estado allí. A los hippies no les parece del todo bien el argumento. Luego, los misioneros adventistas instan a los indígenas a que dejen de tomar cachire (su licor casero), y algunos indígenas se enfadan a su vez con los misioneros. Los misioneros, siguiendo el lema de divide y vencerás, atraen a algunos indígenas que a su vez se enfadan con otros indígenas. Los hippies, para no ser menos, se pelean entre sí por las tierras que quieren porque no todas son igual de bonitas y apetitosas. Y, para colmo, una amiga vegetariana que habla sin parar de positivismo, alineación de astros, magnetismo especial, misticismo espiritual y comunión con la naturaleza, me cuenta que estaba deseando volverse a Caracas para poder comer lechuga y tomate, porque allí todo es harina pan (arepas) y queso. En fin.

Al irme, tras lanzarnos a un pozo que llaman Esmeralda, me da por mirar atrás a ver si los agarro desprevenidos. Tampoco. Ni un platillo volante. O si estaban, eran invisibles. Lástima.

domingo, 19 de abril de 2009

Un pueblo llamado El Polaco (viaje a la frontera III)

Al agarrar el desvío, a medio camino hacia El Paují, parece mentira que pueda haber un pueblo. Parece mentira que pueda vivir alguien. Y, sin embargo, viven casi dos centenares de personas. Todas viven de la mina: o escarban en la tierra y se dejan las pupilas en la batea, o venden cerveza o café o comida a quienes escarban la tierra y se dejan las pupilas en la batea. El Polaco es un pueblo perdido que vive de la leyenda. La leyenda de haber sido el lugar donde se encontró el diamante más grande del mundo: 154 quilates. Lo encontraron dos mineros, Barrabás y Támbara, en 1942. Cuenta la historia que vendieron la piedra por una fortuna a una firma estadounidense. Y con el dinero alquilaron un avión, lo llenaron de prostitutas y whisky añejo, y se dedicaron a volar por Venezuela hasta que el dinero se esfumó. Tardaron en hacerlo, pero lo consiguieron. Se lo gastaron todo. Tras los festejos, volvieron a la mina con las manos vacías en los bolsillos y la cabeza llena de historias de la ciudad. No volvieron a encontrar otro. Barrabás acabó sus días en el Paují vendiendo cambures (plátanos) y contando su historia a quien quisiese escucharla.

Hoy en día en el Polaco, la vida es un reloj roto. No pasa nada, a parte de los accidentes en la mina. Uno de los dueños de las pistolas de agua que desgranan las piedras de la ladera de la montaña nos cuenta con un brazo escayolado cómo se lo rompió por múltiples lugares. Una enorme piedra le cayó en el brazo y se lo destrozó. En el gemelo de su pierna mostraba una cicatriz. Le extrajeron un nervio para que recuperase la sensibilidad en el brazo lastimado. "No es seguro, decía, pero hay que intentarlo. ¿Cómo puede vivir un minero con un brazo inútil?". Trabajan como locos, todos los días del año en busca de las preciadas piedras. En El Polaco todas las casas son de lata y cartón. Y en su plaza, un triángulo de hierba salvaje, los puercos deambulan a sus anchas comiendo lo que encuentran. Hace un terrible calor húmedo que hace incómodo hasta el pensar. Las latas de cervezas y las pintadas a favor del presidente venezolano son los únicos adornos. No tienen luz, sólo la que ofrece un planta generadora que se pone en marcha por las noches. Y no tienen cobertura telefónica más que en la cima de un pequeño cerro en la que han construido una escalera de madera a modo de pedestal donde se suben para hablar por teléfono. Es su cabina de teléfonos. En El Polaco a uno le queda la duda de si esa gente vive en el mismo mundo que uno. Puro diamante y oro en la mirada. No obstante, nadie se quiere ir de allí. "Estamos bien todos", dicen. Cuando la planta eléctrica funciona, encienden sus televisores con conexión satelital. Les encanta la Fórmula uno. Separando las piedras con el mercurio (que utilizan para adherir las invisibles partículas de oro) discuten sobre los difusores de los Brawn de Button y Barrichello. (Dos españoles se ríen de España desde lejos, y se muestran orgullosos de Alonso).

Todo está lleno de agua estancada, y el agua estancada es un diabólico imán para la malaria. La enfermedad se percibe en el ambiente: que presiona, invisible, los hombros y obliga a sentarse. "Estamos bien todos, sólo necesitamos más máquinas para sacar todo lo que queda en la montaña. Está ful de oro, ful de oro". Al salir del pueblo, es obligatorio frotarse los ojos y pellizcarse para tratar de despertar del sueño. En El Polaco uno sueña despierto. Un sueño perenne.

lunes, 13 de abril de 2009

Una mina (viaje a la frontera II)

Esta es la mina de la Hoyada. Oro y diamantes. La explota un gallego de Ferrol que fue capataz con Pérez Jiménez, el último dictador militar de Venezuela, durante la década de los cincuenta. Hablamos con el gallego, Juan Otero, en su casa de Santa Elena de Uairén. Una bonita casa, sin grandes adornos, acogedora. Otero tiene 77 años, y nos convidó auna botella de whisky Buchanan´s de 18 años en barrica. Habló de sus recuerdos, de sus estudios de Marina Mercante en la Barcelona de los cincuenta, de sus primeros viajes por petróleo para la España franquista a Trípoli, de su escapada a Venezuela, de su precipitada huida de Caracas por un supuesto caso de contrabando de armas para la incipiente guerrilla venezolana, de sus primeros encuentros con el oro y los diamantes, de las dos veces que se arruinó totalmente, del oro y los diamantes que encontró y vendió y volvió a encontrar, de la soledad necesaria para buscar en la batea las pepitas deseadas.

Se casó con una indígena arekuna, tuvo hijos medio indios medio gallegos, luego le puso una casa a su mujer, y él se quedó en la suya. No se divorció para no dar mal ejemplo a sus hijos. Otero hablaba de sus recuerdos como si estuviesen presentes y fuesen otro de los contertulios. Hablaba largo y tendido, dando vueltas, divagando y volviendo al tema entre cubitos de hielo y whisky escocés, sobre el mantel de cuadros de la cocina de su casa. Habló de los brotes de paludismo que surgían en la minas y que ponían a la gente de color azul, pero que la fiebre del oro y de los diamantes es peor que la malaria. Y que ellos seguían buscando, seguían buscando. Le preguntamos que cuanto oro y diamantes puede sacar de su mina de media al mes. Se reía, y nos echaba otro whisky. "No lo sé, la verdad. Pero si lo supiese, la verdad, tampoco te lo diría. Soy un minero". Durante la conversación apareció un alemán espigado y un holandés moreno. Comprador y tallador de oro y diamantes, respectivamente. Saludaron y se fueron. Esa es la gente que realmente saca dinero con el negocio. Los mineros lo extraen, lo venden en la ciudad por el dinero que obtengan (siempre menos del merecido), se lo gastan en noches eternas y regresan a la mina. Para llegar a la Hoyada, a unos 30 kilómetros al oeste de Santa Elena hay que tener un carro con tracción a las cuatro ruedas, buen sentido de la orientación (no hay, obviamente, carteles) y mucha, mucha pericia al volante. La puta selva, tal cual. Se toma un desvío a la mitad del camino para el Paují, y uno se interna en un bosque tupido por un camino en el que los puentes, en el mejor de los casos, son troncos entrelazados. La mina está al final de un camino ciego: parece un lugar perdido y probablemente sea mejor así. Hay gallinas, algún cerdo, lagartos. Y máquinas y tambores repletos de gasolina. La gasolina es el bien más preciado (junto con la cerveza).

La autorización para trasladar los tambores de 220 litros corresponde al ejército venezolano. Las plazas de Santa Elena son las más codiciadas por los jóvenes soldados. El sueldo es escaso; la vida, inhóspita; pero las posibilidades de matraqueo y vacuna (robo y soborno) son muy apetitosas. Es un buen negocio: hay varios controles del ejército por la vía. Cada control es un negocio en potencia. Lo saben unos y lo saben otros. Amenazan con la multa y luego ofrecen una solución personalizada. Nos contaba uno de los compradores de oro. "Una vez me quisieron poner una multa, ya sé de qué va la vaina. Así que le dije al soldado. ¡Ok, chévere! Póngame la multa y mañana paso a pagarla. Claro, el chamo se sorprende, se sonroja. Cómo que voy a pagar la multa. No, señor, no, la multa es muy alta, seguro que usted no tiene real, lo mejor es que lleguemos a un trato usted y yo, para solucionar la situación entre nosotros. No, no, le dije, déme la papeleta y ya pago la multa. Tanto insistí que el pobre soldadito se me puso nerviosito, pero cómo va a pagar la multa. Entre usted y yo lo arreglamos facilito, compadre. Que no, que no, que yo pago la multa. Al final, pagué un poquito. El tambor siguió su camino. Y todos contentos. Eso es la legalidad aquí. La diferencia entre legal e ilegal es así de tenue. Más nada. ¿Entendiste?". Eso, esto, lo aprendió Otero, cuando la gente de la mina todavía estaba con los dientes de leche. Otero probablemente sea un cabrón. Pero es uno de los cabrones que después de casi medio siglo escarbando en la mina está vivo. Y lo cuenta campaneando un whisky. Durante toda la conversación, no paró de reírse de su propias bravuconadas. "No hay mucha gente así. No la hay, no", veníamos diciéndonos con un desagradable acento de admiración.

domingo, 12 de abril de 2009

Las Claritas (viaje a la frontera I)

Llegamos al Paují y regresamos, que no es poco. Pero antes algunos de los capítulos del viaje, y los lugares que conocimos.

Aquí la panadería "Mi pastel", en Las Claritas, donde tomamos un deliciosa empanada. Las Claritas está en el kilómetro 85 de la carretera que lleva hasta Santa Elena de Uairén, más de mil kilómetros al sureste de Caracas, última localidad de Venezuela antes de alcanzar la frontera con Brasil y a menos de cien kilómetros de la de la Guyana Británica. Las Claritas es uno de los múltiples pueblos cloaca-burdel que riegan la carretera de la Gran Sabana a los que regresan los mineros tras meses perdidos en sus campamentos de la selva con sus pepitas de oro y diamantes para cambiarlos por mujeres, ron y diversión, como antaño narraban los contadores de historias de parche en el ojo y pata de palo. Básicamente, mineros e indios, cuando no las dos cosas, aunque no se lleven demasiado bien. Es un pueblo inhóspito en el que la embriaguez es un estado natural y donde la ley se escribe a base de disparos. Da miedo, pero también fascina. Más allá, hay otros mucho más fascinantes y decrépitos aún. También hablaré de ellos.

(Esta es la crónica por partes de la vida de unas gentes que habitan un mundo que sólo existe en sus cabezas, donde la fiebre del oro aún está tipificada como enfermedad común, justo al lado de la gripe y el dolor de barriga).

Los mineros viven un espacio mental aparte en el que la vida es un partida de cartas con el destino. Una partida en la que, a pesar de jugar con la cartas marcadas, el destino a veces es capaz de fingir perder. Para, sin embargo, siempre acabar ganando. "Todo está lleno de diamantes, de oro. Todo. Sólo hay que salir a buscarlo. Esta parte de Venezuela está ful. El diamante se parece a todas las piedras pero no es igual a ninguna". Los mineros tienen su propia teología en la que la tierra les habla de tú a tú, en un lenguaje inteligible sólo cuando el paludismo, la desesperación, el alcoholismo y la épica se conjugan en una mínima piedra de diferentes colores. Les vi buscando, entre la inmundicia de una vida que parece de un tiempo perdido, como frailes ebrios de ambición en pos de fantasmas paganos. Viven solos, aislados, reconcentrados a la espera de la piedra siempre por llegar, a lomos de leyendas más pobladas de cadáveres que de héores. Cuando consiguen la piedra explotan en mil pedazos, se consumen con ella. Las Claritas, no obstante, es sólo el principio. He visto personas que juegan al ping-pong con la muerte todos los días. Y que lo relatan orgullosos, poco antes de volver a comenzar otra partida. Las Claritas, dicho está, sólo es el principio, pocos kilómetros después de El Dorado, que debe su nombre a la mítica ciudad perseguida por los conquistadores españoles por todo el continente americano. Nadie la encontró, claro. Hoy da nombre a una cloaca de menos de 5.000 habitantes, sede de una de las penitencierías más peligrosas de Venezuela. Poco más al sur está Tumeremo, donde un comerciante chino fumaba un cigarrillo tras otro mientras descuartizaba a un pollo. En Tumeremo acaba de estallar una/otra bulla (fiebre) de oro. Los precios de todos los productos que se venden en el pueblo se han multiplicado por diez desde que se corrió la noticia como la pólvora: han encontrado una nueva veta de oro. Normalmente, el oro va asociado al cuarzo en una proporción de una tonelada de cuarzo por 8 gramos de oro, esto en las buenas minas. En la veta de Tumeremo la proporción, decían (los mineros siempre mienten, entre sí y a los demás), es de 1 kilo de cuarzo por 7 gramos de oro. Imaginaos. Imaginaos la cara del chino en la puerta de su restaurante descuartizando el pollo. Paraos e imaginaos el destello dorado reflejado en sus pupilas tras los párpados rasgados...

viernes, 3 de abril de 2009

¡Otra de acción!

Ésta me la contaron el otro día. Lo que se ve en la foto es la fachada frontal del Palacio de Miraflores en Caracas. Días atrás, una colega andaba en taxi en las proximidades del edificio, sede de la presidencia venezolana. Está en pleno centro de la capital. Pues bien, llegaban en taxi cuando ven a varios policías y militares detener el tráfico para que pase la comitiva presidencial: toda de negro, vidrio incluidos. Pero la acción no está ahí, eso sólo es el paisaje de fondo. Resulta que aprovechando la parada obligatoria, irrumpen por entre los carros detenidos una motocicleta con dos pasajeros. El de atrás toca la ventanilla del primero de los carros parados con la culata de la pistola, y empieza a desvalijar al carro, al conductor y a su copiloto. Al fondo, la comitiva presidencial, de verde oliva, se introduce en el palacio. Los motorizados acaban con el primer carro, y pasan al segundo en su peculiar recolecta. Mi colega estaba en la cuarta fila, y el taxista sólo decía: "que no llegue acá, que no llegue acá". En efecto, no llegó. El convoy presidencial entró raudo y veloz. En cuanto se cerraron las puertas, el tráfico se reestableció.

Y la calma volvió a reinar en el centro de Caracas. Lo cual, claro está, no es más que un decir.

(PD - Me voy durante una semana a la frontera venezolano-brasileña. Os cuento. El pueblo al que queremos (y esperamos) llegar se llama El Paují. Veremos a ver).