Tengo cien mil bolívares menos (algo menos de 20 euros).
Así, guindado como el perro, me quedé ayer cuando el carro me dejó con la palanca de cambio en la mano, tras acompañar a una amiga a su casa. Pataleando al aire. Acaba de llevárselo la grúa, se le veía sonriente al bribón. Y mientras tanto, yo me voy a la Faja del Orinoco, a oler petróleo y disfrutar (laboralmente) del calor de los Llanos venezolanos. Mi vida gira en torno a un optimismo mecánico de difícil explicación. A ver.
jueves, 28 de agosto de 2008
lunes, 25 de agosto de 2008
Rayos y centellas
Eran tres, no sé si primos, hermanos o una mezcla. Saltaban a nuestro alrededor como araguatos (monos tropicales). Nuestro alrededor era una cabaña de madera, donde devorábamos unos deliciosos pargos con tostones y ensalada de aguacate (pescado con banano frito) en plena playa de Caracolito. La cabaña estaba repleta de gente porque afuera estaba cayendo una tormenta de esas ideales para ilustrar los cuentos de terror. El agua caía, gruñendo, de muy mal humor; los relámpagos eran de un afilado amarillo eléctrico, los truenos parecían terremotos celestiales.
Afuera y dentro del agua, te mojabas lo mismo. Nosotros comíamos sentados, el resto se limitaba a evitar mojarse con el agua. Abuelos, niños, madres, padres, tíos, perros, bebés. Allí había de todo. La comida estaba exquisita, a pesar de que había goteras por todos lados. Pedimos cerveza. Los niños comenzaron a rodearnos y a posar para las fotografías. Ellos hacían muecas, ella se empeñaba en posar para un imaginario fotógrafo de moda. Giraba las caderas, destacaba sus muslos, sonreía mirando al objetivo en escorzo. Apenas 6 años. (¿Quién coño las enseña a posar desde tan jóvenes?) Y luego venían corriendo a ver cómo habían quedado. Yo me limitaba a hacer click, mostrarles la fotografía y reírme con sus risas. Al lado, su padre, o su tío o su hermano, contaba el dinero y repartía los sueldos a sus empleados. Cada poco, se iba a una esquina, a beber a morro de la botella de ron. Alguien vino a la cabaña con un vaso de cristal con hielo: whisky. "Así funciona esto, papá", nos decía, "cada cual se lleva su parte". Claro, no explicaba que él se llevaba la mayor, mientras se le escurría entre las piernas un muchacho que llevaba una camiseta empapada en la que se podía leer: "Ser joven es ser revolucionario. Gobierno boliviariano del estado Miranda".
Afuera y dentro del agua, te mojabas lo mismo. Nosotros comíamos sentados, el resto se limitaba a evitar mojarse con el agua. Abuelos, niños, madres, padres, tíos, perros, bebés. Allí había de todo. La comida estaba exquisita, a pesar de que había goteras por todos lados. Pedimos cerveza. Los niños comenzaron a rodearnos y a posar para las fotografías. Ellos hacían muecas, ella se empeñaba en posar para un imaginario fotógrafo de moda. Giraba las caderas, destacaba sus muslos, sonreía mirando al objetivo en escorzo. Apenas 6 años. (¿Quién coño las enseña a posar desde tan jóvenes?) Y luego venían corriendo a ver cómo habían quedado. Yo me limitaba a hacer click, mostrarles la fotografía y reírme con sus risas. Al lado, su padre, o su tío o su hermano, contaba el dinero y repartía los sueldos a sus empleados. Cada poco, se iba a una esquina, a beber a morro de la botella de ron. Alguien vino a la cabaña con un vaso de cristal con hielo: whisky. "Así funciona esto, papá", nos decía, "cada cual se lleva su parte". Claro, no explicaba que él se llevaba la mayor, mientras se le escurría entre las piernas un muchacho que llevaba una camiseta empapada en la que se podía leer: "Ser joven es ser revolucionario. Gobierno boliviariano del estado Miranda".
jueves, 21 de agosto de 2008
Trabajo invisible
Ellas esperan bajo el sol de la mañana en Caracas. Él pinta el bordillo de un amarillo denso. Yo hago la fotografía desde la sombra, apoyado en una pared de hormigón, bajo una palmera. Una de esas mañanas en las que el carro duerme en el mecánico. Aguardo, como ellas, la llegada de la buseta. Destartalada, llega a ritmo de salsa, con un precio un 30 por ciento superior que en diciembre pasado (proceso que comúnmente se conoce con el nombre de inflación) . El calor nos aplatana, y estimula la divagación. Por ejemplo. ¿Para qué coño pinta con tanta delicadeza los bordillos el empleado público, si nadie respeta en Caracas la prohibición del parqueo ante color amarillo (ni ante cualquier color, todo sea dicho)? ¡El bordillo, de amarillo! Tiene la cabeza protegida por un casco, ¿para qué? ¿No sería mejor una gorra? Y el cono, como medida de protección, aviso a los automovilistas despistados. El sol cae sobre la cabeza como una pedrada, es la única explicación que se me ocurre para el casco. Diez minutos, llega la buseta. El pintor avanza unos metros, y vuelve a agacharse con la brocha gorda goteando amarillo. Está haciendo un trabajo exquisito, elegante: muy bien pintado. Dan ganas de darle la enhorabuena. No lo hago, por timidez o vagancia. En el trayecto hasta la redacción, me lo echo en cara. Mañana, me digo, le felicito. Mañana, que es hoy, no está.
martes, 19 de agosto de 2008
El carro
Mi carro. Tener un carro es como tener cuatro pies. En Caracas es tan útil como un bolígrafo y papel en una isla desierta. Sirve sólo a título personal, para hablar con uno mismo. Tardé dos días en poner de acuerdo a un cerrajero, un mecánico cervecero y a un servidor, al volante. Lo arrancamos, pero la batería se bebía toda la electricidad como un naúfrago sediento. Resultado: una sudada de escándalo, y cinco arrancadas en segunda mientras empujaba. El mecánico, Vicente, es un italiano de esos que no se sabe si hablan español o italiano de tan desdibujados que tiene ambos. Sólo entra en materia al quinto minuto de conversación. Mientras tanto divaga sobre el porqué de la vida, de la diferencia entre hombres y mujeres, de lo negros que eran los primeros negros que vio al bajar del barco en en el puerto venezolano de La Guaira, de la vida en la Italia de posguerra, de los tiempos gloriosos del bolívar cuando con cuatro te daban un dólar de verdad... Y entonces te comienza a hablar del carro: el freno de mano, el alternador, las bujías, la valvulina, la cremallera del motor, el pendís... Total, que acabas preguntándole por el precio, porque es de lo poco sobre lo que entiende uno, que no estudió mecánica. Ahora, el reto es quedarte a tomarte una cerveza con el grupo de mecánicos, que parecen deshollinadores de lo oscuro que están, y aprender de carros. "Nunca están rotos del todo, nunca están del todo arreglados" , ése es el lema, el axioma fundamental de cualquier mecánico que se precie. Le pregunto, con ironía, acerca de si puedo pagarle con tarjeta de débito. JAJAJAJAJAJA. Aquí sólo se puede pagar con aquello que hace chin-chin, tú sabes... JAJAJAJAJAJA... Lo último es un líquido sospechoso que expulsa la rueda trasera izquierda. Acabo de llamar a Vicente. Estuvimos cinco minutos hablando por teléfono acerca de los motivos que explican la diferencia de medallas entre España e Italia en las Olímpiadas. En fin, suspiré. Al sexto minuto, me explicó: Nada grave, chamo, pásate a las 6 y está listo... Ahí voy.
miércoles, 13 de agosto de 2008
También
También hay vida al margen de las balaceras y la revolución. El sábado amanecimos escalando el monte Ávila, por una de las subidas menos concurridas. Tres horas de caminata (y dos y media de vuelta) en busca de un río de agua fresca. Caracas queda al sur, a los pies de la montaña. Un enorme mar de cemento que se extiende de este a oeste. Caracas, ya lo he dicho más de una vez, es una enfermedad. Una deliciosa enfermedad caribeña. Más altos que las nubes, contemplábamos cómo la lluvia afectada a cada uno de los barrios de la ciudad, barridos de este a oeste, por los vientos del noreste. (Una maqueta, un video-juego, un estado mental, un personaje de novela). Caracas es una selva repleta de automóviles. Hasta el pecho se ensancha cuando descubre que se puede vivir lejos de ella, y respira más hondo y más lento. Caracas, una ciudad que se inventa cada día, duerme el sueño calmo de un valle ensimismado.
lunes, 11 de agosto de 2008
La mecánica de los destellos
Como en el oeste, tal cual. El otro día hablaba yo. Hoy habla la prensa caraqueña. Esto fue lo que leí mientras saboreaba con una cervecita la lectura soleada y dominical del diario caraqueño "El Nacional". Es el negativo del relato que narraba en la entrada de ayer. Cambien "edificio acristalado" por "Parque Cristal". Juzguen ustedes:
"Asesinado custodio de Servicios Panamericanos
Douglas Rojas, de 31 años de edad, trabajaba desde hace 2 años para Servicios Panamericanos, empresa dedicada a la custodia de valores. El viernes en la tarde perdió la vida, cuando fue sorprendido por 2 sujetos en el momento que prodecía a recargar con 160.000 bolívares fuertes (32.000 euros), los cajeros de la agencia del Banco Mercantil, ubicado en el centro comercial Parque de Cristal.
Rojas se encontraba con su compañero, Larry Zamora, quien también resultó herido tras recibir un disparo en el pie. Ambos se dirigían a colocar el efectivo en lo surtidores de dinero en el momento que llegaron dos sujetos armados, que intentaron robarlos. Al parecer la víctima se opuso a ser despojado del dinero. Uno de los antisociales identificado como José Medina, de 27 años, recibió un disparo en la mandíbula. Actualmente, se encuentra en el hospital Domingo Luciani, custodiado por cuerpos de seguridad.
Fuentes policiales informaron que Rojas Romero forcejeó con el sujeto que resultó herido. Al parecer los dos se apuntaron al maxilar y se efectuaron los disparos. Posteriormente, el otro delincuente disparó varias veces a Rojas cuando estaba herido en el piso".
"Asesinado custodio de Servicios Panamericanos
Douglas Rojas, de 31 años de edad, trabajaba desde hace 2 años para Servicios Panamericanos, empresa dedicada a la custodia de valores. El viernes en la tarde perdió la vida, cuando fue sorprendido por 2 sujetos en el momento que prodecía a recargar con 160.000 bolívares fuertes (32.000 euros), los cajeros de la agencia del Banco Mercantil, ubicado en el centro comercial Parque de Cristal.
Rojas se encontraba con su compañero, Larry Zamora, quien también resultó herido tras recibir un disparo en el pie. Ambos se dirigían a colocar el efectivo en lo surtidores de dinero en el momento que llegaron dos sujetos armados, que intentaron robarlos. Al parecer la víctima se opuso a ser despojado del dinero. Uno de los antisociales identificado como José Medina, de 27 años, recibió un disparo en la mandíbula. Actualmente, se encuentra en el hospital Domingo Luciani, custodiado por cuerpos de seguridad.
Fuentes policiales informaron que Rojas Romero forcejeó con el sujeto que resultó herido. Al parecer los dos se apuntaron al maxilar y se efectuaron los disparos. Posteriormente, el otro delincuente disparó varias veces a Rojas cuando estaba herido en el piso".
jueves, 7 de agosto de 2008
Destellos metálicos
Andaba yo paseando a las ocho y media de la mañana por la avenida Francisco de Miranda, en Chacao, de camino al metro. Iba chupando del pitillo mi jugo habitual de las mañanas. Esa mañana era de patilla (sandía). El sol brillaba en el cielo azul bebé de Caracas. De improviso, aparca un furgón blindado, frente a un enorme edificio acristalado. Un vigilante de seguridad asoma la cabeza desde la puerta. Mira a un lado y a otro. Y salta a la calle. Va totalmente acolchado con protectores antibala. En una mano, la bolsa con el dinero. En la otra, desenfundada, una pistola calibre 45, inmensa. Comienza a subir las escaleras: gesto adusto y miradas constantes a uno y a otro lado. Los destellos metálicos de la pistola provocan el guiño espontáneo en los ojos. Deslumbrado, cada parpadeo coincide con un escalón más en el ascenso del vigiltante. Tarda medio minuto en subir con su bolsa de dinero y su revólver. A su alrededor, cientos de personas entran y salen del edificio, perfectamente tranquilas, viviendo en sus cabezas. Mientras apuro el jugo de patilla, me digo que esa imagen yo ya la he visto antes, en otro lugar. Al poco, caigo en ello. En el cine, en las películas del oeste. Así entraban en el banco los forajidos del oeste. Así entran los de seguridad en los bancos de Caracas. Los mismos destellos metálicos bajo el sol inclemente del continente americano.
lunes, 4 de agosto de 2008
La revolución del ballet
Fui al ballet. Primera vez en mi vida. Entré de puntillas, como las bailarinas. Giselle, en coreografía de la cubana, Alicia Alonso, quien dijo que los grandes del teatro pensaban que los latinoamericanos sólo podían bailar rumba. Ella rompió los tabúes, en 1943. 60 años después, volvía a Caracas. La platea estaba expectante. Ovación a la coreógrafa, vestida de verde guisante. Sin embargo, lo fascinante ocurrió antes de la aparición de los bailarines. Sobre la tarima, aparece el ministro de Cultura venezolano. Y comienza una encendida arenga acerca de los logros de la revolución en materia cultural. Los espectadores responden con un concierto de pitidos y silbidos. "Queremos a Giselle", claman. El ministro opta por subir el volumen, y agitar en el aire la mano izquierda. Aumentan los silbidos. "Me quedaré aquí hasta acabar de enunciar los logros de la revolución, porque aquí también hay compañeros revolucionarios", a lo que responde el respetable rojo-rojito con ovación a la proceso. Y así sucesivamente. 45 minutos. Los unos y los otros, en contrapunto. Los bailarines, mientras, aguardaban tras el telón. "Porque gracias a la revolución, todo el pueblo puede venir al teatro, incluso ustedes, los ricos", señaló el ministro. Los ánimos se fueron caldeando, hasta que una mención al presidente levantó literalmente del asiento a los invitados por el Gobierno. El resultado de la platea es como el del país: mitad y mitad. Sólo cuando se descorrió el telón, volvió a triunfar el tutú, de color rosa.
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