Platillos volantes en el abismo del Paují. Fin del viaje. El abismo es el valle que se divisa tras el corte abrupto de la meseta donde se ubica el Paují. Es una vasta extensión de selva frondosa y tupida, en el que los verdes se multiplican y no se ve ni un solo claro. Es hermoso, y hasta se podría utilizar el término inconmensurable sin caer en la clásica exageración paisajística. Al fondo, hasta donde alcanza la vista, está la frontera con Brasil. Dicen los del lugar, que es un sitio mágico donde en las noches se ven platillos volantes y seres extraterrestres. No digo que no, pero yo no vi uno. Y mira que me habría encantado. Me dicen que es que la gente de la ciudad está demasiado acostumbrada a mirar hacia abajo, hacia el suelo, y que sólo alzando la cabeza uno puede ver los seres de otros planetas. Yo digo que quizá es mi miopía.
El lugar, continúan, está repleto de energía telúrica debido a la concentración de minerales. Los hippies, claro, bailan y hacen malabares y venden artesanías. Es un lugar hermoso y sosegado y plácido. La brisa sopla calmadamente y los habitantes viven de la apicultura, el cultivo de malva y los turistas colgados (como nosotros) que visitan el pueblo. Apenas 300 habitantes.
Todo el mundo habla de armonía, pero si uno pregunta y conversa más de dos frases, salta a la vista que la armonía a veces se va de vacaciones o pierde el bus y no llega o se ríe de sí misma. Algunos indígenas, cautivados por misioneros adventistas, hablan de echar a los blancos del lugar (los blancos son los hippies). Los hippies tratan de vivir como los indígenas, pero resulta que éstos están encantados con los champús para el pelo y la moda urbana. Entonces, los hippies se enfadan con los indígenas que a su vez se enfadan con los hippies. Porque unos visten como los otros y viceversa, y ya no se sabe quien es quien.
A los indígenas les encanta quemar. Cada poco tiempo, queman pequeñas extensiones de selva para cultivar yuca. Los hippies y los ecologistas se enfadan y dicen que hay que respetar y conservar la naturaleza. Los indígenas dicen que ellos la llevan respetando mucho tiempo, que no les tienen que explicar nada, que queman para cultivar yuca para hacer casabe (el exquisito pan indígena). Y les piden cerveza, y algo de ron. Los hippies tratan de negociar, por su parte, con el alcalde de Santa Elena tierras en las que erigir sus pequeñas casas autosostenibles. Los indígenas dicen que para respetar la tierra realmente que se las dejen a ellos que son los que siempre han estado allí. A los hippies no les parece del todo bien el argumento. Luego, los misioneros adventistas instan a los indígenas a que dejen de tomar cachire (su licor casero), y algunos indígenas se enfadan a su vez con los misioneros. Los misioneros, siguiendo el lema de divide y vencerás, atraen a algunos indígenas que a su vez se enfadan con otros indígenas. Los hippies, para no ser menos, se pelean entre sí por las tierras que quieren porque no todas son igual de bonitas y apetitosas. Y, para colmo, una amiga vegetariana que habla sin parar de positivismo, alineación de astros, magnetismo especial, misticismo espiritual y comunión con la naturaleza, me cuenta que estaba deseando volverse a Caracas para poder comer lechuga y tomate, porque allí todo es harina pan (arepas) y queso. En fin.
Al irme, tras lanzarnos a un pozo que llaman Esmeralda, me da por mirar atrás a ver si los agarro desprevenidos. Tampoco. Ni un platillo volante. O si estaban, eran invisibles. Lástima.
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