martes, 7 de septiembre de 2010

Entre Venezuela y Trinidad y Tobago (1)


11 agosto 2010
Güiria – Chaguaramas, Golfo de Paria.


1) Ferry entre Venezuela y Trinidad. Sólo un viaje por semana. Los miércoles. Un joven danzando en cubierta, flexionando las rodillas levemente, en vertical. 15 años, quizá 16. Un pañuelo en el bolsillo de sus pantalones anchos, más anchos que su cintura. Habla inglés y español, indistintamente. Tiene el bigote de pelos fláccidos, casi transparentes, característico de los adolescentes en flor. Mastica un bocadillo de jamón. Graba constantemente con la cámara de su teléfono celular. Vídeos en los que trata de retratar la panorámica de su visión, girando 360 grados sobre su eje. Como hace cada día la bola de tierra y agua sobre la que navegamos. Viste de negro. Parece querer ir de malo de barrio (probablemente no sea ni malo ni viva en un barrio). Al menos eso busca afirmar con sus muecas ante la cámara, con las que concluye sus panorámicas de agua y nubes. Su madre le pregunta en inglés si quiere otro sándwich de jamón. Asiente y se sienta con sus quince años, su bigote de pelos fláccidos, casi transparentes, y el sándwich que su madre le da, ya desenvuelto.

2) Dos trinitarios. Uno negro. Otro marrón. Bien vestidos. Demasiado bien vestidos para el calor que hace. Aprovechan la barra libre de soft drinks para servirse rones constantemente. Estamos sentados en la cubierta del barco Lobster1. Uno tras otro. Es ron de Barbados. La caja es dorada y muestra el rostro de un señor blanco y barbudo. De barba más blanca que su pálida tez. Darwin o Papá Noel, pienso.

3) Cinco turistas. Dos parejas y un solitario. Unos somos nosotros. De los tres chicos, dos llevan barba. Dos llevan pantalones cortos. Dos llevan el pelo largo. Hay uno, por tanto, con los tres elementos: barba, pelo largo y pantalones cortos. No soy yo. Y me divierto con las combinaciones posibles. Las chicas, ambas, leen. Una lee una de esas novelas del tamaño de dos ladrillos pegados juntos con cemento. Olga, la guía de Rough Guide de Trinidad&Tobago. “Tribagonian es el gentilicio en inglés de los ciudadanos de T&T”, me dice en español. A mí me suena a instrumento de tortura del siglo XIV, y me parece una hermosa palabra. Me río, pero no digo nada. El que viaja solo garabatea con un punzón la panza de su guitarra. Venezuela queda atrás, mejor dicho, al lado izquierdo del barco que avanza indolente. Navegamos paralelo a la costa venezolana que es verde y marrón, y verde y marrón de nuevo, y al final algo anaranjada.

4) Atardece. La luz se diluye y el cielo está lleno de nubes que parecen el humo de cigarros fumados por dioses invisibles. Son densas como almohadas, de un azul turquesa que se va apagando. Pero apagando en un blanco amarillento. La brisa es hermosa como el cabello de la mujer amada, la música horrible como el aliento de la enfermedad en una garganta moribunda. Ambas permiten, como extremos, contemplar los modos de explicar el momento, la variopinta gama de reacciones que producen en el pasaje. Silencio, frustración, nostalgia, somnolencia, encender un cigarro, tristeza, tomarse otro ron, salir corriendo, alegría, tirarse al mar, besar.

5) Negros trinitarios, venezolanos negros, indios hindúes, indios musulmanes, indios-negros, blancos, morenos, mulatos, rastas. En total, medio centenar de pasajeros a bordo del Lobster1, que sale de Güiria a las tres de la tarde rumbo a la isla de Trinidad, otro miércoles más.

6) En la costa venezolana, a medida que ascendemos, ni un solo pueblo. Se ve desierta, intocada. Sólo las luces del aislado Macuro, único pueblo de la zona, comienzan a titilar como candelabros solitarios. Nada antes, nada después. Y pienso en que Colón y los suyos debieron encontrarse con un paisaje semejante. El Golfo de Paria: las aguas que más miedo produjeron en el avezado genovés. Asustado por encontrar agua dulce tan lejos de la desembocadura del Orinoco, y donde estuvo a punto de naufragar, Colón hablaba de corrientes procedentes del sur que rugen sin fin. Llegó a pensar que se trataba de la entrada al paraíso terrenal: “todavía puedo sentir el miedo que sentí allí”, dejó anotado muchos años después de 1498, ya en tierra firme. Vio montañas de agua enroscándose sobre sí mismas, con olas rizadas en la cumbre. Pensó que allí la tierra tenía la forma del pecho de una mujer, y que el paraíso terrenal era el pezón que lo coronaba. (En este punto de lectura siento una gran simpatía, hasta entonces desconocida, por Colón). Eso, al menos, escribió a sus patrocinadores: Isabel y Fernando.

7) No vemos, sin embargo, nada de eso. Y el barco se balancea como si disfrutase de un plácido sueño en un calmado vaso de agua. Sigo leyendo a Colón, mientras un par de niños (uno color té, el otro color arroz ) bailan como peonzas ebrias en la cubierta. Suena la canción del mundial de Fútbol de Sudáfrica, de la que Colón o Columbus, porque ya hemos cruzado la frontera trinitaria, probablemente tendría más miedo aún que de las corrientes marinas del golfo.

8) Todo el mundo parece disfrutar haciendo vídeos con los teléfonos móviles. Probablemente, los vídeos acabarán mostrando a otros pasajeros que tratan de grabar más vídeos. O así me los imagino delante de la pantalla de sus ordenadores en casa: viéndose la cara unos a otros. Espejos desconertantes de la estupidez humana.

9) Siguen tomando ron los trinitarios. El marrón y el negro. Tienen anillos dorados y botas de cuero. ¿Para qué se necesitan unas botas de cuero en Trinidad? El negro es dos veces el tamaño del marrón.

10) El sol lo tenemos en la popa, hundiéndose en el mar, al oeste. El cielo parece una sopa espesa de nubes ya oscuras. Entre las plataformas petroleras que esquivamos con sigilo, aparece, en la proa, el concierto de luces ámbar de Puerto España.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bienvuelto. Sergio.