"Pana, no te voy a recibir dinero por darte la cola", me dijo el conductor con una cervecita fresca en la mano. "Si quieres, cuando se acaben las cervezas, paramos en Catia la Mar, y compramos otra caja para llegar hasta Caracas", agregó. Tenía bigote, una camisa sin mangas y los ojos enrojecidos por el trabajo y el trasiego de cervezas. Llevaba una camioneta cargada de frutas y verduras que vendía desde las 7 de la mañana por todo el litoral central de Venezuela. A nosotros nos agarró en Chichiriviche de la Costa, donde fuimos a bucear. A la tarde tras degustar un pez espada, nos fuimos a aguardar por un jeep que nunca llegó. Así que pregunté a la camioneta de los verduleros. Y, claro, nos dijeron que sí. Nos subimos en la parte de atrás de la camioneta que estaba repleta de cajas de fruta vacías: sandías (que aquí son oblongas y se llaman patilla), patatas, parchitas, tomates... habían vendido casi toda la mercancía. Arriba iban el sobrino de 9 años de uno de los fruteros, el heladero (aquí la principal marca de helados se llama Efe) que también estaba aprovechando en viaje y uno de los fruteros que se dedicaba a brindar una cerveza tras otra. Nos subimos y nos agarramos al techo de la camioneta.
A medio camino, se baja el que iba al volante con un rollo de papel higiénico. "Me voy a un cuarto de baño que conozco yo", nos espeta. Y se mete entre los árboles por un sendero diminuto e invisible. A los cinco minutos, sin papel pero con sonrisa, regresa. "Una cerveza", nos pide. Y arranca. Poco después, se para todo el coro de verduleros a mear en plena curva. El camino entre Chichiriviche y Catia La Mar está repleto de huecos del tamaño de un renault Clio, apenas está asfaltado y en 20 kilómetros no hay una casa, un chiringuito, un puesto de policía: no hay nada, sólo árboles, calor y piedras. En medio de la nada, un carro volteado, calcinado y al que le habían quitado los cauchos. Un símbolo del absurdo del desierto costero. Con una cerveza en la mano, (abierta al modo que ilustra la foto), me dio por dedicarles unos segundos de reflexión al conductor del carro volteado. Al poco, decidí dejar de pensar en él. Mejor así, santa ignorancia. Más cervezas. Parada obligatoria para una nueva caja. 72 cervezas entre 7 personas. Ya en la autopista que sube a Caracas un viaje en plan videojuego. El zigzag como estilo de vida. Nos dejaron en el metro Gato Negro. Pleno barrio de Catia, oeste caraqueño. Precio del viaje: una caja de cervezas: 50 bolívares fuertes (8 euros). Conclusión: ya sabemos cómo llegar de Chichiriviche a Caracas a bordo de un bar con olopr a verduras. Preguntar por Pablo, el verdulero. "Así todos los sábados, panita".
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4 comentarios:
¿Y por qué no llevaste el "beetle"?
¿Lo tenías en el taller?
Se está fraguando un viaje a México en julio con Dani. ¿Cómo tienes tu agenda veraniega?
Abrazos desde tu querido Madrid!
MA
Fono,
siempre casaste bien las verduras con otros productos destacados de tu existencia: recuerda esa librería-frutería que a punto estuviste de abrir en algún lugar de La Mancha...
mi pregunta es: meabais en la camioneta o directamente a la carretera en marcha?
Qué buena vida! cuídala!
Abrazos,
JUano
Ma: Porque el escarabajo necesita, al menos, asfalto, de los huecos no me fío. Yo soy un tipo prudente. Mi capítulo mexicano ya lo traté en Navidad, en julio estaré, de vacaciones, por las españas.
Juano: En efecto, se iba a llamar Maritornes, como la puta con la que se acuesta el Quijote que, por cierto, es asturiana. Según el manco de Lepanto.
No, parábamos, bajábamos, meábamos y subíammos.
La buena vida la tengo entre algodones. ¿Tu Holly Week? ¿Cuando vienes a verme, huevón? Abrazotes!
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