lunes, 13 de abril de 2009

Una mina (viaje a la frontera II)

Esta es la mina de la Hoyada. Oro y diamantes. La explota un gallego de Ferrol que fue capataz con Pérez Jiménez, el último dictador militar de Venezuela, durante la década de los cincuenta. Hablamos con el gallego, Juan Otero, en su casa de Santa Elena de Uairén. Una bonita casa, sin grandes adornos, acogedora. Otero tiene 77 años, y nos convidó auna botella de whisky Buchanan´s de 18 años en barrica. Habló de sus recuerdos, de sus estudios de Marina Mercante en la Barcelona de los cincuenta, de sus primeros viajes por petróleo para la España franquista a Trípoli, de su escapada a Venezuela, de su precipitada huida de Caracas por un supuesto caso de contrabando de armas para la incipiente guerrilla venezolana, de sus primeros encuentros con el oro y los diamantes, de las dos veces que se arruinó totalmente, del oro y los diamantes que encontró y vendió y volvió a encontrar, de la soledad necesaria para buscar en la batea las pepitas deseadas.

Se casó con una indígena arekuna, tuvo hijos medio indios medio gallegos, luego le puso una casa a su mujer, y él se quedó en la suya. No se divorció para no dar mal ejemplo a sus hijos. Otero hablaba de sus recuerdos como si estuviesen presentes y fuesen otro de los contertulios. Hablaba largo y tendido, dando vueltas, divagando y volviendo al tema entre cubitos de hielo y whisky escocés, sobre el mantel de cuadros de la cocina de su casa. Habló de los brotes de paludismo que surgían en la minas y que ponían a la gente de color azul, pero que la fiebre del oro y de los diamantes es peor que la malaria. Y que ellos seguían buscando, seguían buscando. Le preguntamos que cuanto oro y diamantes puede sacar de su mina de media al mes. Se reía, y nos echaba otro whisky. "No lo sé, la verdad. Pero si lo supiese, la verdad, tampoco te lo diría. Soy un minero". Durante la conversación apareció un alemán espigado y un holandés moreno. Comprador y tallador de oro y diamantes, respectivamente. Saludaron y se fueron. Esa es la gente que realmente saca dinero con el negocio. Los mineros lo extraen, lo venden en la ciudad por el dinero que obtengan (siempre menos del merecido), se lo gastan en noches eternas y regresan a la mina. Para llegar a la Hoyada, a unos 30 kilómetros al oeste de Santa Elena hay que tener un carro con tracción a las cuatro ruedas, buen sentido de la orientación (no hay, obviamente, carteles) y mucha, mucha pericia al volante. La puta selva, tal cual. Se toma un desvío a la mitad del camino para el Paují, y uno se interna en un bosque tupido por un camino en el que los puentes, en el mejor de los casos, son troncos entrelazados. La mina está al final de un camino ciego: parece un lugar perdido y probablemente sea mejor así. Hay gallinas, algún cerdo, lagartos. Y máquinas y tambores repletos de gasolina. La gasolina es el bien más preciado (junto con la cerveza).

La autorización para trasladar los tambores de 220 litros corresponde al ejército venezolano. Las plazas de Santa Elena son las más codiciadas por los jóvenes soldados. El sueldo es escaso; la vida, inhóspita; pero las posibilidades de matraqueo y vacuna (robo y soborno) son muy apetitosas. Es un buen negocio: hay varios controles del ejército por la vía. Cada control es un negocio en potencia. Lo saben unos y lo saben otros. Amenazan con la multa y luego ofrecen una solución personalizada. Nos contaba uno de los compradores de oro. "Una vez me quisieron poner una multa, ya sé de qué va la vaina. Así que le dije al soldado. ¡Ok, chévere! Póngame la multa y mañana paso a pagarla. Claro, el chamo se sorprende, se sonroja. Cómo que voy a pagar la multa. No, señor, no, la multa es muy alta, seguro que usted no tiene real, lo mejor es que lleguemos a un trato usted y yo, para solucionar la situación entre nosotros. No, no, le dije, déme la papeleta y ya pago la multa. Tanto insistí que el pobre soldadito se me puso nerviosito, pero cómo va a pagar la multa. Entre usted y yo lo arreglamos facilito, compadre. Que no, que no, que yo pago la multa. Al final, pagué un poquito. El tambor siguió su camino. Y todos contentos. Eso es la legalidad aquí. La diferencia entre legal e ilegal es así de tenue. Más nada. ¿Entendiste?". Eso, esto, lo aprendió Otero, cuando la gente de la mina todavía estaba con los dientes de leche. Otero probablemente sea un cabrón. Pero es uno de los cabrones que después de casi medio siglo escarbando en la mina está vivo. Y lo cuenta campaneando un whisky. Durante toda la conversación, no paró de reírse de su propias bravuconadas. "No hay mucha gente así. No la hay, no", veníamos diciéndonos con un desagradable acento de admiración.

4 comentarios:

Ambrosius de Königsberg dijo...

Llevaba un par de semanas sin leerte y hoy me he dado un atracón retrospectivo. Estás en racha, este blog empieza a oler a libro...
un abrazo

Anónimo dijo...

Fon Lee Sunshine!
Mira... se echa de menos algún daguerrotipo bribón.
Besos
E.

fon dijo...

Ambrosius: Merzí, merzí. Será un libro infantil revolucionario para mayores de edad. El 14 se acaba de separar, atento que eso se notará en su bota izquierda. ¿México, huevón? Bájate a Venezuela, que esto es de verdad...

E: ¿Fon Lee Sunshine? Daguerrotipos, pasividad hispana, te veo nostálgico, maifriend... A finales de junio llego.

Anónimo dijo...

Alfonso, los dos post de tu viaje a la frontera son verdaderamente muy buenos. Espero más.
Abrazos
Óscar