miércoles, 23 de diciembre de 2009

Guaguancó

Una de las canciones más hermosas que he escuchado en los últimos meses. A cargo del Grupo Folklórico Experimental Nuevayorquino. Por ser viejos, eran mejores. Al que no le entren cosquillas en la planta de los pies al escucharla entera, que visite a su médico de cabecera.

-Es grave- le dirá.- Más grave de lo que creíamos en un principio. Hay que cortar o injertar. Pero algo hay que hacer...-

lunes, 21 de diciembre de 2009

Paul Lafargue, el perezoso

El 13 de agosto de 1866, Carlos Marx escribió la siguiente carta al novio de su hija Laura, un cubano llamado Paul Lafargue:
Usted me permitirá hacerle las siguientes observaciones:


1º Si quiere continuar sus relaciones con mi hija tendrá que reconsiderar su modo de ‘hacer la corte’. Usted sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto de larga duración. La intimidad excesiva está, por ello, fuera de lugar, si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la misma ciudad durante un período necesariamente prolongado de rudas pruebas y de purgatorio (...). A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e incluso la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija (...).
2º Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura necesito serias explicaciones sobre su posición económica.
Mi hija supone que estoy al corriente de sus asuntos. Se equivoca. No he puesto esta cuestión sobre el tapete porque, a mi juicio, la iniciativa debería haber sido de usted. Usted sabe que he sacrificado toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida, obraría de la misma forma (...). Pero, en lo que esté en mi manos, quiero salvar a mi hija de los escollos con los que se ha encontrado su madre.


(Extracto citado por Carlos Fernández Liria en Kaos en la red)

Grandiosa carta de Carlos Marx, destila una punzante ironía germana, y conjuga dos elementos muy presentes en mi vida actual: revolución y Caribe.
Paul Lafargue y Laura Marx se casaron, a pesar de papá Marx, y posteriormente se suicidaron juntos en 1911. Por lo que parece, Laura no hizo mucho caso a papá Marx. Lafargue, cubano de familia francesa, escribió un opúsculo (adoro esta palabra tan cercana a furúnculo, ambas esdrújulas en u con sufijo final -culo) titulado "El derecho a la pereza".

No lo he leído aún, claro. Por pereza, más que nada. Lafargue lo tomaría como un cumplido, espero.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Un cuadrado blanco caribeño

El cuadrado blanco es el trozo de arena sobre el que edificamos nuestra tienda de campaña. Arquitectura efímera en los Roques. Madrizquí, es el nombre del cayo, sin connotaciones futboleras, que conste. Si afinan la mirada podrán ver la silueta del fotógrafo. La diferencia de tonalidades se debe a las dos tormentas tropicales con que nos honraron las dos noches caribeñas. Tormentas como estornudos. La lluvia arreciaba y la tienda de campaña, que compré tiempo atrás en la selva, se movía como los flanes caseros de mi madre en el traslado del frigorífico hacia la mesa asturiana. En el cayo, a la noche, sólo quedábamos el fotógrafo, que curiosamente era de mi pueblo, y un servidor. Había un par de perros, unas decenas de pelícanos que no se cansaban de pescar lanzándose en picado sobre las aguas, cangrejos, pargos y mosquitos: mosquitos grandes y mosquitos pequeños.

Comimos los dos días el mismo menú: langosta y birras. Dos langostas, 18 birras y dos botellas de agua. De cena pargo frito, con ensalada. Para conseguir la comida debíamos rodear la isla hasta un pequeño poblado de pescadores, conocido como Cayo Pirata, al que se llegaba atravesando una lengua de arena arremangados como las lavanderas de antaño donde el agua nos llegaba a los muslos. Sólo tenían langostas y pargos. Uno de los pescadores hablaba acerca de las distancias con otras islas.

Decía cosas como: para Margarita son como 28 horas hacia el este, hacia Aruba son como 18 horas dirección poniente, Curazao está más cerca. Mirabas sus embarcaciones y comenzabas a pensar en Dios y en Magallanes. De noche el cielo estrellado parecía un juego de esos de "une-los-puntos-para-completar-el-dibujo". Me leí un libro de Bruce Chatwin titulado "En la Patagonia". Hablaba constantemente del frío austral. Cada vez que se acercaba al fuego en el libro, yo me iba al mar, a darme un chapuzón, y contemplar a través de las gafas de buceo los cardúmenes de peces y su asombrosa e inquietante vida comunal. Eso sí que es disciplina de partido, pensaba.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Tensión en el condominio

Revuelo en mi edificio. Llamadas repetidas del casero al celular. La presidenta del condomio, cargo no sujeto a límites en la reelección, me aborda en una de mis salidas del ascensor. Voy en shores y franela hacia la piscina. Son las diez de la mañana de un jueves esplendoroso en el diciembre caraqueño. Tengo el pelo aún revuelto de conversar con la almohada.

- ¡Ah, mira aquí está! - y me señala, la presidenta. Ni idea de cómo se llama.
- Mira, chamo, disculpa. Quería hablar contigo. Se han quejado del edificio de enfrente, y de nuestro propio condominio. La ropa que colgáis a secar. No sabes la mala imagen que da. La pena (vergüenza) que da a los inquilinos. Hemos mandado una carta de queja a vuestro casero. No podéis seguir poniendo la ropa a secar así, al aire. ¿Has visto la impresión de desaliño que da? Es un problema- continúa.
- Ah, sí, me ha comentado el casero. La vaina es que nos ha traído un tendal que no funciona. En cualquier caso, y con todos los respetos, creo que en el barrio y en la ciudad existen otros problemas más importantes que quizá merecerían más atención, ¿no cree? - explico con mi mejor sonrisa de emigrado.
- Sí, bueno, va. Pero vente, vente a verlo conmigo- insiste.
- No, no, ahora voy a la piscina. Luego quito la ropa. Gracias.- esquivo y arranco mi Vollkswagen, algo que no se siempre ocurre.

Tras nadar, ya de regreso a casa, voy retirando la ropa colgada de las rejas que cubren la ventana. De súbito, una revelación. Una de las camisetas que ondean al viento y disfrutan del sol caribeño es una de las varias que he ido agarrando en diversas manifestaciones chavistas a las que he ido a trabajar. Es roja, con un bonito diseño en blanco y un lema que dice "Vamos con todo". Elemental, querido Watson. ¡Voilà! El enigma se ha solucionado. Es la franela roja-rojita al aire la que ha despertado la ira de los vecinos.

El casero llega a casa: está cada día más gordo y es buena gente. No siempre la gente que engorda gana buen humor. Hijo de italianos, trabaja con una empresa asturiana contratada por el gobierno venezolano.
- Coño, chamos. Sí que me han metido en un peo. El otro día llego a casa y me encuentro con una queja de la junta del condominio. La ropa colgada al aire. Uf, vaya peo. ¡Coño ´e la madre!.- exclama.
Le explico el misterio planteado y la solución intuida. Con periodística imparcialidad, y una leve pizca de ironía.
- Ah, ya va. Ustedes sí que son arrechos. Mira que se lo dije. Con razón. Guárdame esa vaina, háganme el favor- y se va riéndose, como quien acaba de escuchar un buen chiste.

"En fin", suspiro.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Sobre el turismo, la tristeza y el hambre


Cuando estoy triste o tengo hambre, que viene a ser algo parecido, suelo acercarme a algún libro de Julio Camba, periodista tan gordo como lleno de socarronería, que es una palabra que me encanta. El otro día, en uno de esos momentos, me topé con este artículo grandioso.

El turista español

En París yo me encontré un día a Félix Azzati, que volvía con su familia de una excursión por Bélgica y Holanda. Azzati estaba muy enfermo del estómago, y el objeto de su excursión había sido visitar a un célebre especialista. Estuvo, como digo, en Bélgica y Holanda. Se le acabó el dinero antes de ver a especialista alguno, y en París, en un hotelito de la rue Monthion, estaba el hombre aguardando a que le echasen un cable para volver a Valencia. Así viaja el turista español. A lo mejor viene a Suiza por motivos de salud, a respirar el aire de las montañas, y luego se pasa toda la temporada levantándose a las cuatro de la tarde y yendo del hotel al café. ¿El Mont-Blanc? Que suba quien quiera. ¿El lago Lehman? Que lo visite quien tenga ganas.

No hablemos de ruinas ni de catedrales góticas. Al revés del inglés, el español es el turista que tiene menos capacidad admirativa para las catedrales góticas y para las ruinas. Es también el turista que compra menos tarjetas postales y es el que posee menos dinero de todos.

Yo me he pasado mes y medio en Bruselas, y no conozco de toda Bélgica más que el boulevard du Nord y un bar de noche, adónde solía ir con un bailarín que se llamaba el Mojigongo. No he estado en Gante, ni en Brujas, ni en Amberes, ni siquiera en el Bois de la Cambre. En Constantinopla yo viví cuatro o cinco meses, y - si ustedes me guardan el secreto- voy a hacerles una confesión terrible. Ni una sóla vez en esos cuatro emses se me courrió entrear en Santa Sofía. Es posible que ustedes se indignen; esto es demasiado fuerte. Antes de indignarse, sin embargo, yo quisiera que ustedes, los de Madrid, me dijesesen cuantas veces han estado en el Museo del Prado y si han estado alguna vez en la Armería Real.

Para el español, dondequiera que se encuentre, lo más importante es él mismo. El español se concede a sí propio mucha más importancia de la que puede concederle al paisaje o a una catedral, obra de varias generaciones.
- ¡Cualquier día vuelvo yo a a levantarme para ver el Mont-Blanc!- dice el turista español si por casualidad se ha levantado alguna vez.
Realmente, el español no tiene naturaleza de turista. Ni naturaleza ni dinero. Si Suiza se hubiese hecho para los españoles, sería un negocio ruinoso.

(Julio Camba, Playas, ciudades y montañas, 2º edición, Espasa Calpe, 1956)