jueves, 27 de noviembre de 2008

Lluvia de malandros

Hace una semana llovió en Caracas como si Noé fuese el hombre del tiempo de Venezuela. Un "palo de agua" de más de seis horas de duración. Murieron cinco personas, ahogadas entre el barro de los deslaves. Como siempre, los barrios, con sus construcciones de ladrillo, tablas y uralita fueron los grandes afectados. El río Guaire estuvo a centímetros de desbordarse, lo que habría convertido a la capital en una alcantarilla. Lo más sorprendente (en Caracas la clasificación de "lo más sorprendente" se renueva cada día) fue leer la prensa al día siguiente. Las críticas y acusaciones sobre los efectos devastadores de las lluvias no se ceñían a deslaves, corrimientos de tierras, inundaciones, áraboles caídos, como pudiera parecer; si no a los múltiples robos que sufrieron los automovilistas que se quedaron atrancados en infinitas colas (algunos se vieron obligados a dormir en el carro) .
El hampa, como dice el ministro del Poder Popular de Interior y Justicia, aprovechó mezquinamente la situación y, a bordo de motocicletas, se dedicó a ir carro a carro, desvalijando y tomando todas pertenencias de valor de los conductores a punta de pistola. No se podía huir, la policía no respondía a sus llamadas por el atasco monumental en que se había convertido la capital, y muchos de sus efectivos estaban ocupados tratando de desalojar las viviendas de la parte alta de los cerros que corrían peligro venirse abajo. Como los pescadores se acercan con sonrisa malévola a la red preparada, los malandros aprovecharon la situación de vulnerabilidad absoluta de los conductores, y fueron "recogiendo el pescado" con profesional serenidad. Cientos de robos fueron reportados a las fuentes policiales que se limitaban a contrastar y registrar el delito en sus libretas húmedas . "A río revuelto, ganancia de pescadores", dicen en un pueblo muy cercano al mío. Al día siguiente, muchos conductores amanecieron al volante. Su nuevo problema: agarrar el sentido contrario para ir al trabajo.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El mantel de la revolución

"Me tienen frito las elecciones, pana", me decía un colega venezolano. Mientras comentábamos la ley seca que rige en Venezuela en todos los procesos electorales. En esas irrumpe en la tv, la rectora del Consejo Nacional Electoral, Tibisay Lucena, y comienza a desgranar los resultados de los comicios regionales del domingo.
En breve, el chavismo consigue 17 de las 22 gobernaciones. La oposición, las cinco restantes. Eso es matemática; la política es la zambullida posterior en la realidad social venezolana: de cabeza, con bañador y gafas de bucear. La oposición (parte de la cual, había llamado a la desobediencia civil y a no reconocer los resultados: en una muestra preclara de cinismo democrático) ha ganado la capital, Caracas (incluso en Petare, una de las mayores barriadas marginales de Lationamérica). Además, el estado industrial de Carabobo, el petrolero del Zulia, el fronterizo con Colombia del Táchira, el insular de Margarita y el capitalino de Miranda. Casi el 44 por ciento del electorado. No obstante, Chávez gana con 5.6 millones de votos frente a los 4.1 de la oposición. Difícil es mantener la teoría de la dictadura, tan difícil como sostener que los venezolanos quieren el socialismo. Esto no es Cuba. Parece mentira que un tipo tan hábil al pulsar las teclas de la cultura y el imaginario venezolano como el presidente, siga empeñado en desconocer a esa población que le ha encumbrado al poder. Venezuela se ríe de propuestas sobre la propiedad comunal, (a mandíbula batiente, lo diga Chávez o el mismísimo Bolívar), el trabajo voluntario y gratuito una vez a la semana, y la lectura de el Capital como libro de cabecera. La única conexión entre la revolución cubana y la venezolana es la pasión por el béisbol.

Lo más interesante del resultado de estos comicios es ver cómo las dos visiones de país se las arreglan para compartir mesa y mantel, y pedirse la sal unos a otros, y acabar pagando a medias la cuenta. Y, sobre todo, ver quien se encarga de fregar los platos y barrera la cocina.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Pícaros del Caribe

Sobre la idiosincrásica picaresca venezolana se habla más de lo que se escribe. Desgracidamente, pues posee un imaginario riquísimo que regala ingenio a borbotones, a menudo vestido de ese ropaje tan escéptico como sabroso que caracteriza al venezolano. Por ello, se agradece que se publiquen libros como "La picardía del venezolano, o el triunfo del Tío Conejo", del psiquiatra Axel Capriles, presidente de la Sociedad Venezolana de Psicología Jungiana (un nombre de película de terror). Al menos para que los periódicos regalen al lector diario párrafos como el siguiente:
"Ni es Sancho Panza ni el Lazarillo de Tormes. El bribón venezolano es diferente. En una encuesta informal a compatriotas que vivían en Zurich, Capriles preguntó qué era lo contrario de pícaro, y obtuvo un rosario de adjetivos negativos: "un pajúo", "un huevón" o "un bobo", por ejemplo. En cambio, los suizos increpados respondieron respondieron que lo contrario del pícaro es un "caballero" o un hombre "sincero".
¡Córcholis!, que decía mi abulo. Es estimulante este mundo de las acepciones contrapuestas, a las que les separa un océano (y medio) de distancia. En la foto, Enrique, pescador margariteño que cambiaba bidones de gasolina por sacos de azúcar o harina, desde su paraíso solitario de Isla Tortuga. Lo poco que sé de Venezuela, me lo enseñó él en un día medio, mientras comíamos langostas y barracudas.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Música y revolución

Toda Caracas andaba de rumba este fin de semana. Conciertos de SKA-P, R.E.M, Molotov, The Wailers, Duran Duran, Los Van Van, Travis, Tego Calderón. Cierres de campaña, festivales musicales, todo el mundo en la calle protestando, reivindicando, bailando, tomando, chocando, besando, fumando, gritando, saltando.

La felicidad del gerundio.

Aquí un grupo de fanáticos del ska vallecano, ataviados con las franelas características de la revolución. En plena efervescencia antiimperialista. Aguardiente, finas hierbas, malabares y las omnipresentes referencias al presidente Bush, que ya parece un género en sí mismo. El concierto, debajo de mi casa, se prolongó hasta las 4 de la madrugada. Bajé, me tomé una cerveza (en lata), me imbuí del ambiente festivo, traté de conseguir (sin éxito) las zapatillas revolucionarias (bien bonitas, bien rojas) que lanzaban los miembros de las Juventudes del Partidos Socialista Unido de Venezuela desde un camión a modo de Reyes Magos y me fui a casa a verlo por el canal público de la televisión venezolana en la soledad de la madrugada. Esto en el centro de la ciudad. En las afueras, cerca de Oritopo, en la carretera que lleva a los valles del Tuy, el festival Movistar con un propuesta directa a los celulares. Al entrar, varias maniquíes neumáticas que luego resultaron estar vivas y ser "promotoras". "Enciende tu bluetooth, enciende tu bluetooth", repetían sin parar a modo de mantra. Me entró miedo (un miedo borroso, impreciso), y me fui corriendo.

En ambos eventos, la misma cantidad de público, en torno a 6.000 personas. Precio de la Caravana de la Alegría revolucionaria: 0 BsF. Precio del Festival Telefónico: 350 BsF. También se habló de George W. Bush. El carismático y espasmódico Michael Stipe celebró la victoria de Obama con imágenes proyectadas en las inmensa pantallas de plasma del candidato criado en Hawai. Bush reina en el horizonte del paisaje venezolano. Y a uno no le queda más remedio que acabar preguntándose, al modo del orondo e irónico MVM, si se acabará diciendo aquello de "contra Bush vivíamos mejor". Esperemos que no. Maldita ironía.

martes, 11 de noviembre de 2008

De la flojera como una de las bellas artes

En efecto, una de las más bellas artes, no siempre bien ponderada, es la flojera (pereza). Y en Venezuela la cultivan con gran cuidado y esmero. Andábamos por Chuao, en la costa de Aragua. Cuna del mejor (dicen) cacao del mundo. La economía de Chuao gira en torno al cacao, pero es una rueda que gira sin muchas prisas. A Chuao sólo se puede llegar en lancha, puesto que el recorrido a pie desde Choroní, lleva (dicen) algo más de dos días. El pueblo es tan sencillo como hermoso, no sobra nada. Están los elementos básicos de fábula infantil: una plaza, una iglesia, un puesto de policía, una parada de bus. El resto son casas y licorerías. Las calles son limpias y sin asfaltar, perfectas para caminar descalzos. Hay un autobús pequeño que trajeron entre cuatro lanchas, y dos camionetas desvencijadas. Y cacao, claro. El autobús hace el recorrido Playa-Chuao-Playa cada dos horas y media. En los vidrios del autobús, (no todo el bus tiene vidrios, algo que se agradece), se lee: "Las mujeres interesadas en ligarse (las trompas) pueden acudir a la parroquia de Chuao para informarse". Es un anuncio interesante y que da que pensar, en los veinte minutos que dura el trayecto, acerca de las relaciones entre los sacerdotes y la comunidad, (y de la comunidad entre sí, claro está).

Para llegar a Chuao hay que caminar unos cuarenta minutos a la sombra de las palmeras, los plátanos y las plantas de cacao. Es un paseo maravilloso. Hace un calor extenuante y la luz es blanquísima, de esa que achina los ojos. El color verde se vuelve translúcido. Dicen que hay dos policías, un hombre y una mujer, y que sólo se ponen los uniformes los fines de semana, cuando se dejan caer algunos turistas, a modo de disfraces. Entre semana ponen a secar el cacao en la plaza. En la pequeña playa, en cuyo extremo oriental desemboca un pequeño río que sirve de aparcamiento para las lanchas de los lugareños, hay varias chozas que actúan a modo de restaurantes. Allí me dirigí a encargar cuatro pargos con banano frito, ensalada y ron. Había cuatro personas que se balanceaban a modo de segunderos en sus hamacas. Saludé, y pregunté por la cocinera. Le expliqué lo que queríamos. "¡Ay, musiú, es que me da una flojera! ¿Cuatro quiere, seguro? No sé, no sé". Debió ver mi mueca de asombro (y de hambre). Sonrió, bajó la mirada. De otra de las hamacas, una que se movía más despacio (los minutos, pensé), emergió la cabeza redonda de un hombre. "Vamos, Evelyn, en un ratico lo tienes listo", dijo. Y volvió a sumergirse en el conteo de los minutos. Evelyn no lo tenía nada claro, y rascaba con una uña la corteza de la palmera que les daba sombra y apoyo a sus hamacas. "Ay, señor", suplicó, y por un momento pensé que estaba obligándola, mientras veía detrás el cartelito de madera pintada que ponía "restorán". "Así arregla el día, y ya acaba", reflexioné en voz alta. Funcionó. Me llevó a la cava donde guardaba el pescado: roncadores, pargos, carites... Escogí los más grandes. Finalmente, cuando vi que encendía el hornillo del gas, salivé.

domingo, 9 de noviembre de 2008

El antiguo futuro

El futuro hace 35 años. El funcionalismo y las roscas de volumen. El círculo como elemento supremo, y los cordones de plástico duro y enroscado. (¿Por qué siempre eran enroscados?). El teléfono de mi casa en Caracas, cerca de la parada de metro Miranda. No funciona más que para llamar y recibir: ni el contestador ni el micrófono ni el control remoto que aún no he encontrado. Modelo Code-a-phone 1500. La tecnología es una cosa muy curiosa que antes era o rusa o yanqui. No parece normal haber desarrollado un sistema basado en un disco rotatorio con agujeros que dejan ver los números (en lugar del reciente botón pintado) como ejemplo de sofisticación. No obstante, he recuperado la sana y vigorosa costumbre de discar el número, y aguardar durante unos segundos a que el aparato reconozca el dígito elegido, unos segundos de suspense, que se repite y desespera, especialmente, con las llamadas con prisa. Segundos de ingenua espera, escuchando el frotar eléctrico de la máquina pensando en su lenguaje marciano. Antes de contactar con el satélite. Incluso, en un momento de delirante diálogo entre dos épocas, dos culturas, opto por llamarme al celular desde el teléfono de casa. Y contemplo, divertido, la feliz comunicación -con las lucecitas fluorescentes de mi celular chino como respuesta.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La espera

Ahí, en el medio del patio, tenían una reproducción de la caja negra en la que meten al terrorista Carlos Ilich Ramírez, también conocido como "Chacal", cada vez que lo trasladan en Francia, donde cumple condena. Carlos Ilich es un héroe en el Cuartel de San Carlos, el lugar donde la policía política venezolana de los años 60 y 70 recluía y torturaba a los presos políticos. Hoy en día está retomado por algunos de esos guerrilleros que se niegan a convertirlo en museo. Quieren que siga viva con las cicatrices de los muertos al aire, bien visibles. De aquí huyeron algunos de los políticos que están hoy en el poder, o en los alrededores. Aquí estuvo preso Hugo Chávez tras su fallido golpe de estado de 1992. Antiguamente era una de las alcabalas que contralaban la salida y entrada de mercancías a Caracas, ya que se encontraba en el Camino de los Españoles, que conectaba en la época colonial la capital con el puerto de La Guaira. Es, también, la sede del comando de campaña del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Todo es rojo, menos las piedras. Aquí acuden todos los días los miembos de las diferentes comunidades y consejos comunales a presentar sus proyectos, quejas, reclamaciones, sugerencias. A la puerta del despacho, se amontonan las personas, la mayoría de edad avanzada, con pequeñas carpetas en las que guardan sus planes. La gente del PSUV los recibe y los escucha. El trajín es constante, la revolución es una palabra cotidiana que se emplea para todo: saludarse, despedirse, expresar afecto, pasión. Todas las sillas son de plástico, de esas que se encuentran en las playas de este y el otro lado del océano. Un anciano pulcramente vestido, con corbata (y alfiler de corbata), chaleco, americana y reloj de bolsillo con cadenita, todo del color de los dorados atardeceres del verano. Sus zapatos responden con sus destellos afilados al sol de martillo de la mañana caraqueña. Se diría que acaba de salir de las páginas de un libro. La paciencia la trae en la mirada. Se apoya contra una pared. No hay sillas disponibles. Se le ve fatigado y decidido a la vez. Alguien, a los 45 minutos, le acerca una silla, otra silla de plástico. El anciano se sienta, y su gesto dibuja el calmado deleite de la espera sentado. Pasa una hora, quizá más. Alguien le llama. Se incorpora y se acerca a la puerta, que permanece entornada. Asoma la cabeza, y dice con extremada delicadeza, con la elegancia de un tiempo casi perdido: "¿Permiso?"

lunes, 3 de noviembre de 2008

Simón que estás en los cielos

Allá arribota orbita el satélite Simón Bolívar. Obviamente, no podría llamarse de otra manera, en esta cacofonía bolivariana. Primer satélite de telecomunicaciones venezolano. Lo fabricaron (y lo lanzaron) en China, a la que pagaron más de 400 millones de dólares. La órbita pertenece a Uruguay, que a cambio del 10 por ciento de su capacidad cedió los derechos. "Simón Bolívar que estás en los cielos", podrán rezar los jóvenes venezolanos que recibirán un réplica del satélite para que jugueteen con él en los tiempos muertos o en las colas del tránsito. Inmediatamente, el coro de adláteres de uno y otro lado se lanzó al trabajo. La oposición: el satélite servirá para espiar a los venezolanos, una especie de Gran Hemano que grabará todas las conversaciones y los sms y las sintonía de los celulares. El Gobierno: supone una logro más de la revolución, y prolonga "la expropiación de los latifundios terrestres al ámbito de lo ultraterrestre" (Chávez dixit). La operación duró aproximadamente una hora. Conexión con China. Una treintena de chinos tras una treintena de ordenadores. Y dos venezolanos: la ministra del ramo y el jefe de la Agencia Espacial Bolivariana, que habían colocado tras sus sillas sendas chaquetas con la bandera venezolana . Mirando trayectorias elípticas, temperaturas de carburantes, calculando la ventana de lanzamiento, realizando la cuenta atrás (en chino). Aquí, el mediodía en Venezuela, no se entendía nada. Cuando el comentarista de la televisión pública venezolana decía que se retrasaba la cuenta atrás, de repente, la ignición: una explosión asombrosa de llamaradas anaranjadas veladas por el humo blanco. De fondo, la oscura noche asiática. El cohete despega desde el sureste de China. Chávez alza las manos, como si celebrase un jonrón de su equipo, desde su Houston particular, en la Gran Sabana venezolana, cerca de la frontera con Brasil y Guyana . Lleva gafas: para verlo mejor. Aplausos, perplejidad, chistes. Los venezolanos son unos consumados maestros en el difícil arte de reírse de sí mismos. "Ahí va, Simón Bolívar, que estás en los cielos". La pregunta más soprendente, ocurrió en el trabajo, mientras veíamos por televisión la réplica informática (gracias a la telemetría) del procedimiento de desacoplamiento por el cual el cohete dejaba al satélite en su órbita geoestacionaria. Un compañero inquirió: "Me pregunto yo, y cómo hacen para obtener esas imágenes del satélite saliendo al espacio, ¿alguien lo está grabando desde otra nave?".