sábado, 27 de febrero de 2010

Espejos en la selva (Delta del Orinoco II)

Todos (sí, todos) los relatos sobre la selva tropical, utilizan la metáfora del río como espejo, donde se reflejan los árboles de mil matices de verdes y las guacamayas de colores explosivos, entre otros tropicalismos. Desde los primeros cronistas de Indias, como el asturiano Gonzalo Fernández de Oviedo, hasta los últimos novelistas-poetas de este lado del mundo, como el colombiano William Ospina.

Por eso es tan paradójico como ilustrativo que encontrar un espejo en la selva sea una de las tareas más complicadas. Apenas hay. Y, por ley de la más ruda economía, alcanzan valores desorbitados. Este es el único que encontré, con los árboles reflejados como si de un río detenido se tratase. Tal y como mandan los cánones descriptivos.

No hay espejos en la selva, sólo existen en las páginas de aquellos que escriben sobre ella. Conviene detenerse a reflexionar sobre este punto.

lunes, 22 de febrero de 2010

Los cabuyazos de Gabriel (Delta del Orinoco I)

Los waraos del Delta del Orinoco son amables hasta la extenuación, especialmente con dos europeos aún por civilizar. Todo fue fascinante y maravilloso en el viaje hasta Caño Mánamo, uno de los ramales en los que se deshace el Orinoco para verter sus aguas marrones, negras, amarillas o verdes en el Atlántico. Sin embargo, los waraos tienen un problema. Un problema con las waraos. Las waraos pegan a los waraos y se ríen de los waraos pegados por las waraos.

Andábamos meciéndonos en un chinchorro al amanecer, disfrutando del concierto de monos aulladores que inundaban el alba con unos chillidos tremebundos, cuando en una canoa aparece uno de los waraos del campamento. Camina algo cabizbajo, con la chaqueta puesta. Seguíamos meciéndonos al ritmo de los aullidos inmisericordes, mirando la selva desde el lado protegido de la mosquitera. Riéndonos de los intentos inútiles de los mosquitos que se daban de bruces contra la tela. El warao, Gabriel, se sirvió un café y conversó con algunos de sus compañeros del campamento. Una de las waraos, sin embargo, empezó a increparle y a instarle a que se quitase la chaqueta, al grito de "A Gabriel le recibió a cabuyazos (golpes con las cuerdas con las que se amarran las hamacas) su mujer ayer". Las otras waraos comenzaron a reírse a su vez. Carcajadas estentóreas que se confundían con los aullidos constipados de los araguatos, los monos aulladores que parecen estar sodomizándose en masa por sus chillidos aspirados, algo que luego descartamos empíricamente gracias a unos binoculares de Gloucestershire.

El pobre Gabriel, abrumado, se dirigió hacia uno de los botes para partir. La humillación atravesó las mosquiteras, y despertó un instinto de solidaridad de género. Estar en contra de que el hombre golpee a la mujer, en Albacete, Teherán o en Uracoa, no quiere decir unirse a las celebraciones y vítores por los golpes a un hombre. Jajajajajajajaja. Continuaban las waraos, que le pedían a Gabriel que se quitase la chaqueta. Pregunté con cara de político socialdemócrata si los golpes eran parte de un ritual, si eran apenas rasguños, alguna clase de liturgia antropológica. "Para nada, cabuyazo limpio", me respondieron desternilladas de risa. El argumento de fondo, esgrimido por su mujer junto con los cabuyazos, era que Gabriel llevaba 2 días con sus noches sin aparecer por casa. Aún así, me reafirmé en mi solidaridad con Gabriel.
-Coñoe´lamadre, ¿y quién encuentra la casa de noche en este laberinto inmenso donde todos los recodos del río son iguales, donde apenas se ven las estrellas por el denso follaje, donde las orillas cambian con cada luna, con cada marea, y hasta las serpientes duermen cada día en un sitio distinto por que no logran encontrar el camino a casa?- apelé al sentido común del jurado de la selva.
- Yo, y yo, y yo, y yo, y yo- dijeron todos al unísono, anulando con hacha pragmática el lirismo de mi discurso.
Hasta Gabriel levantó la mano, en lo que fue el descabello de mi argumentación.
- Coño, Gabriel, tú di que no...- me dije.
Y él arrancó el motor Yamaha de 40 caballos, con la chaqueta puesta, y partió con lo que parecía media sonrisa en el rostro. ¿O era una mueca de dolor?

jueves, 11 de febrero de 2010

Un buen día

Los Próceres, en el oeste de Caracas. Una larguísima avenida que sólo un dictador puede concebir. Obra de Marcos Pérez Jiménez en la década de los 50. Usos: pasear, hacer desfiles y robar.

Trataba de llegar yo, días atrás, a la celebración del 4 de febrero de 1992, fecha en la que el teniente coronel que ahora preside el país, dio un golpe de estado que, desgraciadamente, no fructificó. Pagó cárcel por ello. Y ahora se recuerda o conmemora, como germen de la revolcuión bolivariana. Lo cierto es que yo trataba de llegar. Pero los soldados son un ejemplo de eficiencia en un país que, con todos los respectos, no se caracteriza por ello. Así que no me dejaron pasar en la alcabala 1. Vete a la alcabala 2. Entre la alcabala 1 y la 2 hay como 3 kilómetros. Le digo que se vaya a freír espárragos con la mirada, y muchas gracias por la colaboración con la boca. Me subo a un autobús de chavistas desbocados que llevan viajando toda la noche desde Falcón, costa occidental. "Mipana, súbete con nosotros. Ponte una franela roja, y pasas la alcabala como uno de los nuestros". "Dale", digo. Y me subo a un autobús que va marcha atrás por la autopista, retrocediendo en busca de la alcabala 2. En la alcabala 2, a ellos no les dejan pasar, a mí sí. Pero sólo cien metros más. Un soldado vestido de verde botella y con un mostacho incipiente me toca el hombro con su fusil. "¿Adónde va a usted?". "A escuchar al comandante", le digo. "No puede, no puede". Tanto el cuello como el fusil confirman la negacion, moviéndose con lentitud a izquierda y derecha. Regreso.

No, señor. "Usted debería ir por la alcabala 3", me dice un señor muy amable con una boina roja. "Tengo una sobrina viviendo en Vigo, se llama Lola". Me encojo de hombros. La alcabala 3 está a 5 kilómetros de la alcabala 2 y a 8 de la alcabala 1. Comienzo a sudar. Los rayos del sol son como flechas puntiagudas y llenas de veneno sudoroso. Miro a izquierda y miro a derecha. Veo un carro blanco de vidrios tintados con un cartel "prensa". ¿Mipana, me das la colita? "Móntate, tío, que acelero". Subo. Dentro, un equipo de televisión entero: productor, presentadora, cámara, trípode. Marcha atrás esquivamos toda una cola gigantesca con el cláxon a todo volumen. El conductor, muy bueno por cierto, hace un trompo como en las películas y le sale tan bien o mejor que en las películas. Nos cruzamos al autobús de los chavistas de Falcón, detenido frente a una licorería. "¡Luego, nos entrevistaaaaaaaaaassssssss, catiiiiireeeeee!, me gritan".

Ya en marcha hacia adelante, zigzagueando sin parar, esquivamos no menos de un centenar de carros, el productor saca un pañuelo blanco. Alguien grita, EMBARAZADA. Me pasan un trozo de arepa de pernil con queso amarillo. Muy rica. Cuando ya no hay posibilidad del zig-zag, el conductor, muy bueno por cierto, decide con pragmatismo utilizar el sendero que va pegado al guardarraíl. La bocina sigue a todo volumen, el pañuelo se le cayó al cámara en algún viraje, así que ya no vamos EMBARAZADOS. Finalmente, arribamos a la alcabala 3.
"Credenciales", dice el soldado.
"Invitados mesmos por nuestro glorioso comandante", dice el conductor, muy bueno por cierto, mientras se cuadra como si fuese cabo primero.
"Adelante", musita el soldado.

Al poco, me llama un colega al celular:
"¿Pana, cómo verga se entra en esta vaina? No me dejan entrar por ningún lado".

miércoles, 3 de febrero de 2010

Fábula con araguaney y presidente


Un cuento viejo del joven Caribe revolucionario. Hace un par de años entrevistamos a un ministro, aún en el cargo, de cuyo nombre no quiero o no logro acordarme. Hablamos largo y tendido, con cordialidad y entre pastelitos confitados. Un despacho amplio y luminoso. Próximo al final de la conversación, dice:

"Les voy a contar una pequeña anécdota, para que vean la humanidad del comandante. Tiempo atrás yo trabaja cerca de su secretario, de su edecán como se decía antes. Estaba cayendo la noche, y el comandante trataba de solucionar algún asunto importante que se había complicado. No recuerdo las razones. Como solía hacer en las ocasiones que necesitaba reflexionar, salió al jardincito donde estábamos. Pasear ayuda a pensar, decían los sabios antiguos. En un momento dado, apoyó su mano en uno de los altos y hermosos araguaneys del jardín. Quizá se detuvo al vislumbrar una solución. Lo desconozco. Lo cierto es que algún insecto malicioso que corretaba por la corteza del araguaney, picó la mano apoyada del comandante. En un gesto reflejo retiró la mano, e hizo ademán de golpear y matar al insecto. Algo común que todos, absolutamente todos, habríamos hecho. Sin embargo, instantes antes de acabar con la vida del pequeño insecto se contuvo, y dejó que el insecto siguiese con su camino. Yo mismo fui testigo. Es algo verdaderamente fuera de lo común, estarán de acuerdo conmigo. Sólo les cuento esto para que entiendan la humanidad y amor que desprende el comandante".