A treinta por hora, al raletí, se encuentran las marchas. Un cordón policial, de azul oscuro, del azul oscuro con el que visten a los niños en la primera comunión, separa a unos de los otros. Hablan de lado a lado. Cantan consignas: como en el béisbol, como en los bares, como en misa. La policía trata de poner calma. Van disfrazados de centuriones del futuro. Hay piedras en el suelo, varas de metal, pañuelos bañados en vinagre para el momento de los gases lacrimógenos, que cruzarán el cielo soleado de Caracas con extraña y barata poesía. Una mujer recrimina, en medio de las conversaciones, a los policías cómo su marido fue atracado por uno de ellos días atrás. El policía, mientras chupa un tetrabrik de jugo de durazno, solicita con sorprendente cortesía para un tipo con dos pistolas y una escopeta repleta de perdigones del tamaño de una pelota de golf, que no generalice. "No somos todos así, señora, créame. Es un problema que estamos tratando de solucionar". Al lado, una muchachita con las manos pintadas de blanco pregunta a otro policía si todos los chalecos antibalas son iguales, o si los jefes tienen unos mejores, más gordos, más seguros, más arrechos. Los periodistas se aburren, los policías se aburren, los manifestantes se aburren, las palmeras se aburren. Ante el tedio, y bajo el sol tropical de un mediodía de enero, es lógico y casi sensato que alguien lance una piedra o una botella o un trozo de ladrillo. (Ya era hora, parece ser el suspiro generalizado). Las consignas se convierten en objetos, y bajo un cielo hermoso y tan azul que casi no se ve, comienzan a llover cosas, objetos. Disparos al aire. La niebla acre de las bombas lacrimógenas rodea las palmeras. Nubes que huelen a química rancia. Al otro lado del río, los carros se detienen y los conductores contemplan el espectáculo. Más disparos al aire. La gente corre en direcciones opuestas. La policía se queda sola en el medio. Alguien grita ¡libertad!. Otro grita ¡mamagüevo! Todos hemos cumplido con el trabajo, pues.
Sin embargo, aquí, en Caracas, no murió nadie. En Mérida, en los Andes, dos jóvenes perdieron la vida.
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1 comentario:
Joder Fon, me parece simplemente espectacular. Esto es una crónica, y no las de Maye Primera en El País...
Lo mejor, la mención al aburrimiento de las palmeras. Con historias así el que no se aburrirá nunca es el lector.
Salud!
Màrius
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