
En efecto, una de las más bellas artes, no siempre bien ponderada, es la flojera (pereza). Y en Venezuela la cultivan con gran cuidado y esmero. Andábamos por Chuao, en la costa de Aragua. Cuna del mejor (dicen) cacao del mundo. La economía de Chuao gira en torno al cacao, pero es una rueda que gira sin muchas prisas. A Chuao sólo se puede llegar en lancha, puesto que el recorrido a pie desde Choroní, lleva (dicen) algo más de dos días. El pueblo es tan sencillo como hermoso, no sobra nada. Están los elementos básicos de fábula infantil: una plaza, una iglesia, un puesto de policía, una parada de bus. El resto son casas y licorerías. Las calles son limpias y sin asfaltar, perfectas para caminar descalzos. Hay un autobús pequeño que trajeron entre cuatro lanchas, y dos camionetas desvencijadas. Y cacao, claro. El autobús hace el recorrido Playa-Chuao-Playa cada dos horas y media. En los vidrios del autobús, (no todo el bus tiene vidrios, algo que se agradece), se lee: "Las mujeres interesadas en ligarse (las trompas) pueden acudir a la parroquia de Chuao para informarse". Es un anuncio interesante y que da que pensar, en los veinte minutos que dura el trayecto, acerca de las relaciones entre los sacerdotes y la comunidad, (y de la comunidad entre sí, claro está).
Para llegar a Chuao hay que caminar unos cuarenta minutos a la sombra de las palmeras, los plátanos y las plantas de cacao. Es un paseo maravilloso. Hace un calor extenuante y la luz es blanquísima, de esa que achina los ojos. El color verde se vuelve translúcido. Dicen que hay dos policías, un hombre y una mujer, y que sólo se ponen los uniformes los fines de semana, cuando se dejan caer algunos turistas, a modo de disfraces. Entre semana ponen a secar el cacao en la plaza. En la pequeña playa, en cuyo extremo oriental desemboca un pequeño río que sirve de aparcamiento para las lanchas de los lugareños, hay varias chozas que actúan a modo de restaurantes. Allí me dirigí a encargar cuatro pargos con banano frito, ensalada y ron. Había cuatro personas que se balanceaban a modo de segunderos en sus hamacas. Saludé, y pregunté por la cocinera. Le expliqué lo que queríamos. "¡Ay, musiú, es que me da una flojera! ¿Cuatro quiere, seguro? No sé, no sé". Debió ver mi mueca de asombro (y de hambre). Sonrió, bajó la mirada. De otra de las hamacas, una que se movía más despacio (los minutos, pensé), emergió la cabeza redonda de un hombre. "Vamos, Evelyn, en un ratico lo tienes listo", dijo. Y volvió a sumergirse en el conteo de los minutos. Evelyn no lo tenía nada claro, y rascaba con una uña la corteza de la palmera que les daba sombra y apoyo a sus hamacas. "Ay, señor", suplicó, y por un momento pensé que estaba obligándola, mientras veía detrás el cartelito de madera pintada que ponía "restorán". "Así arregla el día, y ya acaba", reflexioné en voz alta. Funcionó. Me llevó a la cava donde guardaba el pescado: roncadores, pargos, carites... Escogí los más grandes. Finalmente, cuando vi que encendía el hornillo del gas, salivé.