A veces, parezco Celia Cruz, exclamando ¡azúcar! No hay azúcar en mi calle, en mi barrio, en mi distrito. Cuestiones de acaparamiento, control de precios, flojera, o interés en venderla en el extranjero, llámenlo como quieran.
Fui a Colombia. Volví orgulloso con un gran paquete de café neogranadino, que era como se llamaba a Colombia en la época de la conquista o descubrimiento (depende del pie con el que se cojee) de América. Y mis compañeros de apartamento, me dijeron: "¡Huevón, lo que hace falta es azúcar! ¿no trajiste azúcar?". Nada no hay azúcar. ¿En toda Caracas? No, en todo Caracas no. Jeanette, la mujer de Barranquilla que viene a limpiar nuestros desbarajustes domésticos, apareció un día con un tarrito misterioso. Lo miré curioso, aún dormido. Jeanette lo señaló mientras yo preparaba el café matutino para los dos. Sonrió. "Ahí traje azúcar, me daba no sé qué ver que ustedes no tenían azúcar. No sé cómo pueden tomarse el café sin azúcar". Abrí los ojos como platos, como en los dibujos animados. "Como podemos, Jeanette, lo tomamos como podemos. Muchísimas gracias". Ahora quien sonreía era yo. Y me cuenta cómo en Petare, uno de los barrios más violentos de latinoamérica según dicen los periódicos donde vive, vino el otro día un señor con un coche repleto de azúcar. "Logré comprar dos kilos, uno se lo traje a ustedes", me cuenta, ambos con las tazas de café DULCE en las manos.
¿Nos tomamos otro?, le digo, ahora sonreímos los dos. A veces, como decía, me siento como Celia Cruz, pero sin peluca.
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