martes, 23 de octubre de 2007

Roqueando

Hay modos de disfrutar una cerveza. Uno, el clásico, es bebiéndola. Otro, es utilizándola como sostén de un gorro de paja que quiere alzar el vuelo. La instántanea (obra de un barbudo castellano) está tomada en la calle principal de Los Roques, un archipiélago al norte de la costa venezolana. La calle te lleva desde el aeropuerto a la plaza Bolívar: 300 metros. Un paraíso en el que se vive a lomos de catamarán. Es caro como un puñal en el pecho, y sorprendentemente blanco. La luz es blanquísima. La arena también. Andas con los ojos entornados constantemente por la claridad hiriente del Caribe. Casas-isla de nombres fruto de una evolución delirante: Madrisquí, Francisquí, Nordisquí. Tiene una estructura de atolón característica de las islas del Pacífico, lo que la hace única en el Caribe. La tranquilidad de los roqueños es proverbial. Y es lógico: el placer de la vida en horizontal. En medio del Caribe, sobresale una pequeña lengua de arena. Apenas 20 metros. Y en ella, clavadas, una decena de tumbonas y sombrillas. Algo así como la conquista del espacio, por los tour-operadores.

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