El Hotel Humboldt cerró sus puertas poco después de la caída del general Pérez Jiménez, a finales de los cincuenta. Al último dictador venezolano (Chávez ha ganado en las urnas, pese a quien pese, y gracias, sobre todo, a una oposición torpe, disoluta y de discurso trastabillado) se deben algunas de las grandes obras de infraestructura del país. Es uno de los temas de conversación con cualquier taxista caraqueño. Pérez Jiménez fue acogido por Francisco Franco con su proverbial hospitalidad entre militarotes en la España desarrollista de los años 60.
Hoy es un reclamo turísitico en la cumbre del Monte Ávila, en cuyos valles se extiende la ciudad de Caracas. Muestra, o eso dicen, el lujo y la sofisticación algo acartonados de mediados del siglo pasado. Había un grupo de turistas visitando el Parque Nacional, y se disponían a ver los encantos del hotel. Faltaban hora y media para el cierre de las visitas, pero el encargado de dispensar los boletos se negaba a vender ni uno más, bajo el argumento de que sólo había un guía y estaba en plena faena, enseñando el edificio a un grupo de turistas. Tras las rejas había dos personas, con los uniformes del Parque Nacional. Inmóviles, de pie. Uno de los turistas les preguntó si no podían ellos mismos mostrar el hotel Humboldt. La respuesta fue purita metafísica: "No tengo el título de guía turístico. Puedo entorpecer la labor de mis compañeros. Y afear el prestigio de la institución".
Ahí dejé al grupo de turistas, no sé si al final lograron entrar. Me juego un jugo de parchita (mi favorito en estos momentos) a que no.
En el otro lado de la plaza, dos músicos venezolanos celebraban la jornada festiva criolla tocando ritmos de George Gershwin y un versión algo polvorienta del "Oh! when the saints go marchin´ in". En la Asamblea Nacional, los propios parlamentarios (todos chavistas próximos al Movimiento Quinta República) se quejan de la inexistencia de debates ya que son todos del mismo partido. Hoy llegaron a la Asamblea Nacional y no había orden del día.
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