En la feria de la política uno sabe siempre cuando se monta a una atracción, pero no cuando se baja. En Venezuela la gente hace tiempo que se olvidó de dónde está subida. Asume sin asombro su movimiento de noria. Arriba, abajo, arriba. Es decir, sin prestarle más atención que al crecimiento de las uñas de los pies. Hasta que hay que cortarlas. Algo así me acaba de contar el motorizado de la oficina. Es un tipo orondo, color café. Un excelente narrador de chistes, que conduce una vespa verde botella con sus 120 kilos de peso sabiamente distruibuidos: pura física aplicada. Acaba de llegar: grita un saludo al aire: Señoooores! Y prepara un guayoyo, un cafecito filtrado (no hay leche), a cada uno de los que tecleamos. Se sienta, coloca las gafas de sol sobre su frente inmensa. Y explica.
"Vengo obstinado, señores. En la Lecuna (avenida donde preparan la logística del cierre de campaña por el sí en el referéndum del domingo), se me espichó un caucho (pinchó un neumático). La moto espichada no rueda. Allí mismo tuve que reparar el caucho. Sudando mares. Pero lo peor es que estaban probando el sonido para recibir al presidente. Sí, sí, con Chávez, sí. Sí va, la reforma sí, sí va. Así 45 minutos. Vengo obstinado, esa música, las mismas palabras: perforándome las orejas. Todavía tengo la música dentro, y me bailan las orejas. Pero la saben lo peor: coño, sí, que me hizo pensar. Esos 45 minutos me hicieron pensar en lo que era la política".
Un gran tipo, Edgar. Sólo habla para decir cosas importantes. Y cuenta con una de esas barrigas en las que uno rebota. Dos virtudes no muy frecuentes, y no siempre bien ponderadas.
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