La paleta de verdes alcanza en los Llanos, en época de lluvias, el paroxismo. Múltiples matices caben en el pincel: verde óxido, verde viejo, verde botella llena, verde alucinado, verde mate, verde soleado, verde agua, verde botella vacía, verde arcoiris, verde mojado, incluso verde ciego. Cuando llegan las lluvias (y llegan todos los días), el cielo se deshace sobre la tierra en forma de gotas de lluvia del tamaño de una pelota de golf. Por cierto, olvidaba un verde, el verde golf. Todo se oscurece, y el olor de la tierra inunda el ambiente. Son trombas de agua descomuncales, diluvios bíblicos sin Noé (ni su arca) a la vista. Al despejar (y despeja todos los días), la tierra parece agitarse con los primeros rayos del sol, los pies notan el temblor del suelo que se despereza. El calor, entonces, irrumpe sin contemplaciones, como una pedrada en la cara. Y es ahí cuando a uno, cobijado bajo cualquier sombra, se lo comienza a poner cara de iguana. Tal que así.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario