Tras los días vacacionales a lo lomos del asombro familiar que me acompañaba, uno redescubre Venezuela. En la avenida norte de Chichiriviche, en pleno Parque Nacional de Morrocoy (4 horas al oeste de Caracas), apenas hay tráfico. Por lo que los conductores pueden pasearse en calma, mandando mensajes por el celular mientras la motocicleta enfila la recta repleta de charcos de agua, cuerdas de barco y cascos de botellas de cerveza. Las motocicletas conocen el camino.
(Todo el mundo bebe en Venezuela, pero es que en vacaciones la gente bebe incluso cuando se está bañando. Un chapuzón, y un buen sorbo de cervecita. Y otra vez, y otra más. La borrachera como forma de vida. La vida como embriaguez)
Y las tormentas. Venezuela, por su ubicación geográfica, al sur del mar Caribe, no tiene que lidiar anualmente con los envites de los tormentas tropicales. Pero la cola de los huracanes se deja notar, y de vez en cuando, el cielo se opaca en un gris gruñón, para descargar toneladas de agua. Los relámpagos arrancan destellos a la noche, y los truenos abren grietas en el cielo. Al finalizar, una calma serena se asienta y el mar se mece tranquilo. Vuelvo a Caracas, y en el viaje en el metro, me sorprendo diciéndome frente al vagón de colores: "¡coño, la ciudad sí que es rara! Me estoy volviendo criollo. Tengo que comentárselo al médico".
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