La guacamaya somnolienta veía pasar la tarde a la sombra, como todos. Hablaba poco y no podía volar, por una vieja lesión de juventud, según nos comentó Brito, el hijo de Ramón. Pero sí que podía picar, y no le gustaba un pelo que le tocasen la coronilla, algo que los niños no dejaban de hacer. Se llamaba Rosa, creo, y jamás salía del hato (granja), donde estábamos alojados, a una hora de Mantecal.
El viaje desde Caracas (10 horas) en autobús fue a lomos de un destartalado ejemplar que había roto sus amortiguadores, de modo que cada bache o agujero (y hay unos cuantos hasta el estado Apure) lanzaba a los aires a los pasajeros que, medio dormidos pues el viaje era nocturno, se despertaban con sus posaderas en vuelo. Sorprendente y angustioso, porque la sensación de velocidad era mucho mayor de la real. La gente gritaba, desde el final del autobús: "¡¡Chamo, pare la yegua!!". Ni caso.
Al día siguiente, nos fuimos a cabalgar. Mi caballo se llamaba "malandro" (ladrón), y el cabrón espero a que me soltase en las llanuras a correr, para frenar en seco, girar la cabeza hacia un lado y conseguir, sin apenas esfuerzo, que un servidor volase por los aires. Rodé y caí. ¡Crash! El caballo me miró a los ojos con ironía, y las carcajadas bailaban en sus pupilas. Íbamos cuatro en la expedición, y los cuatros acabamos por los suelos. Jinetes del futuro, sobre caballos malandros.
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1 comentario:
ale va!!os caisteis al suelo!!superman se quedo mal por caerse de un caballo!!
yo por eso, cada vez q subo a un caballo , pienso en superman!!
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