Choroní está cuatro horas al oeste de Caracas en automóvil. Hay que descender por una carretera infernal y hermosa a partes iguales. Pendientes pronunciadas, asfalto estrecho y camionetas que ascienden y descienden a una velocidad endiablada a ritmo de un salsa a volumen demencial. Tiene el encanto algo raído de los pueblos de difícil acceso, aunque hoy en día está tan volcado al turismo como cualquier playa de la costa mediterránea. El viaje en peñero hacia una de las playas más alejadas es divertido y jovial. Al timón dos personajes agarrados a sendas cervezas, no hay policía marítima que sancione al navegante que beba. El Caribe no es un mar calmado, ni mucho menos, y eso que los piratas y filibusteros hace tiempo que se han desvanecido.
Playas paradisíacas en los que el único ruido es el de algún coco que cae, dándole de nuevo la razón a Isaac Newton, una vez más.
Sin embargo, a pesar de las frases rebuscadas de jóvenes publicistas que venden a Choroní como un oasis de tranquilidad y conversación íntima con la naturaleza, ha sido el primer lugar de Venezuela en el que he visto una playa masificada. Playa Grande. Cada centímetro de arena estaba ocupado, y los vendedores ambulantes revoleteaban en torno a los bañistas sin parar. Todo en venta. Me recordaba a una vaca somnolienta espantando las moscas con el rabo en un prao asturiano.
Era difícil dormir. Uno de los grandes placeres, y sin duda, el más económico.
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