
Tucacas, pueblo de curioso y divertido nombre, es el punto de partida de todas las excursiones hacia el Parque Nacional de Morrocoy. El pueblo consta de una calle principal atiborrada de puestos de ropa y artículos de baño, y pequeños puestos de comida rápida como el SuperMagoo. En frente dejamos el Twingo, en la casa de un anciano que salió a cobrarnos en toalla anudada y con la frente perlada aún con las gotas de agua de la ducha post-siesta. Cada día subía el precio, y añadía nuevas y estrafalarias tarifas (por el día, por la noche, por no mover el carro, por moverlo). Verlo dirigiendo el tráfico con su toalla rosa, la piel arrugada y los 30.000 bolívares en la mano frente al Super Magoo, constituyó una bonita escena de cómic underground.
En Tucacas el calor es sofocantemente húmedo, uno suda simplemente por el hecho de estar vivo. Y los perros, cómo no, dormitan tumbados de lado, indiferentes al trajín humano.
Ayer, al asistir a la conferencia de un aclamado sociólogo francés en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, me encuentro con un hombre con aspecto de topo (lentes, rechoncho, de paso corto y agitado, cara picada por la viruela) que me saluda efusivamente y me pregunta si me gusta el posmodernismo. Me encojo de hombros. Y él se me presenta como estudiante de filosofía. Bajamos hacia la sala, y me vuelve a preguntar:
- Pero, usted, ¿es posmodernista o marxista?-
- Peor -le digo-, periodista.
Se aleja murmurando entre dientes. En la sala, faltaban algunas sillas para acomodar a la audiencia. El filósofo con cara de topo, que no encuentra asiento, comienza a gritar:
- Marxismo, marxismo. Cuando traigan a un posmodernista, por lo menos pongan sillas para no permanecer parados (en pie). O si no, traigan a un marxista. Esto es una revolución marxista, oigan, MARXISTA.
Todo esto mientras desaparece, cual personaje de una obra de teatro del absurdo.